


Es sabido que Hollywood siente auténtico fervor por sus propias hagiografías. La recreación en pantalla de los momentos gloriosos y turbios de sus estrellas podrían tener un apartado específico en los Oscars, como ha dado cuenta este año las nominaciones de piezas autocomplacientes para la Meca del Cine como Érase una vez en Hollywood. Cuando la obra, además, retrata aquello que se ha dado en llamar «el ocaso» de alguna leyenda del cine clásico, el éxito, al menos en casa, está asegurado. Y Judy juega en casa probablemente más que ninguna otra película.
Frances Gumm firmó un contrato de exclusividad con la Metro-Golwyn-Mayer en 1935 con trece años. No podía saber que el comienzo de su carrera interpretativa supondría el abrupto final de su infancia y, si se quiere, de su propia identidad. Frances pasó a ser Judy Garland, y su cara y su voz, activos de la empresa. No solo fue explotada hasta la saciedad por la maquinaria hollywoodiense, también llegaron a intervenir en el desarrollo de su cuerpo a base de drogas dirigidas a mantener delgado su escaso metro cincuenta; la apartaron de los estudios básicos —que nunca llegó a terminar— y se inventaron para ella amigos, novietes de mentira y fiestas de cumpleaños a destiempo con tartas de atrezzo que quedasen bien en cámara de cara a los periodistas. El resultado, si es que se puede achacar a la industria toda la responsabilidad del caso, fue una mujer infeliz, adicta al alcohol y las pastillas, coleccionista de exmaridos y madre desahuciada por su práctica incapacidad para mantener a su familia.
La película dirigida por Rupert Goold relata los últimos años de la vida de la leyenda de Hollywood, cuando trataba de recuperar la custodia de sus hijos relanzando su carrera en los escenarios de Reino Unido al tiempo que seguía lidiando con sus adicciones, inseguridades y extravagancias. En este sentido, la película resulta interesante y la interpretación de Renée Zellweger bastante solvente, aunque por momentos pueda resultar demasiado peripuesta con los labios apretados y la mirada perdida que la acompañan constantemente.
Un biopic entretenido y respetuoso que, probablemente, ni siquiera molestaría a Liza Minelli si quisiera verlo en algún momento
Liza Minnelli, la hija en la vida real de la propia Judy, ha declarado que no tiene el menor interés en ver la película sobre su madre. Y resulta perfectamente comprensible, si bien hay que destacar que, en realidad, la película hace una crónica bastante descafeinada y amable de la actriz. La obra, que se vale de un juego a dos tiempos, alterna entre el presente y el pasado de la Judy que se desgañita en los escenarios ya en la cuarentena y la Judy que cantó aquello de “Somewere over the rainbow” en el clásico de culto El Mago de Oz (1939).
En definitiva, un biopic entretenido y respetuoso que, probablemente, ni siquiera molestaría a Liza Minnelli si quisiera verlo en algún momento.