


Anoche llegó a su fin la temporada más impresionante de todas las que ha habido de Juego de Tronos. De ello hay que dar las gracias a sus batallas terrestres y navales, así como a su empacho de vuelos de dragón. Sin embargo, esta séptima también se ha tratado, en lo narrativo, de la peor de todas. No han sido pocos los que han mostrado su malestar con la sarta de incongruencias que ha plagado esta entrega. Ha habido tantas quejas que incluso los directores han tenido que salir al paso con justificaciones y disculpas y, ante eso, a los adeptos de pura cepa no les ha quedado otra que echar mano de la petición de principio: es una serie de fantasía con dragones y magia, ¿qué coherencia esperabais?
Y tienen su lógica. ¿De qué nos quejamos? Nos tragamos que la reina de los siete reinos anduviese fornicando por los suelos de los torreones abandonados; nos tragamos que el hombre más legalista del imperio —el que dicta la sentencia debe empuñar la espada y tal— cambiase la última voluntad del rey en su lecho de muerte en base a una sospecha inspirada por el color del pelo de un chaval; aceptamos sin pensar que una sacerdotisa pariera un hombre-nube que asesinó a una trama entera, o que el ejército de zombies al otro lado del muro se dedicase a esperar pacientemente a que todos los westeronienses solucionasen sus problemas antes de invadir.
No. Juego de Tronos nunca ha sido coherente. A la sucesión de personajes desechables puestos en el camino simple y llanamente para alargar la peripecia —llámense Bolton, Martell o Gorrión Supremo— hay que sumar las maravillas que han hecho en off los personajes principales —como Arya asesinando a los señores en sus castillos a saber cómo—, las resurrecciones a la carta o la extraña combinación que surge del cóctel de lógica medieval, magia, banca y ahora también ley del divorcio.
Al final es eso: lo insultante que resulta descubrir que alguien te toma por imbécil
El problema es que, mientras que en temporadas anteriores las incongruencias podían ser justificadas bien por malas decisiones de los personajes, bien por licencias creativas del escritor bajo el amparo de la fantasía y el abracadabra, en esta ocasión se les ha ido la mano en lo incoherente hasta el punto de tener al espectador frente a la pantalla preguntándose con quién se han creído Benioff y Weiss que están tratando.
Porque al final es eso: lo insultante que resulta descubrir que alguien te toma por imbécil; que consideren que se te puede engañar con efectos especiales y aleteos de dragón; que partan del hecho de que vas a aceptar lo que te pongan delante porque te tienen «comiendo de su mano» o porque, simplemente, consideran que tu nivel de exigencia es inexistente.
El proceso de creación de una serie es lento y complicado. Hay escrituras, reescrituras, escaletas, mapas, presupuestos, informes técnicos… y normalmente muchas cabezas pensando y dándole vueltas a lo que se va a filmar. Cada segundo de emisión cuesta un dineral, y nada se deja a la improvisación o la casualidad. Por eso resulta más que ominoso que hayan dado por hecho que íbamos a aceptar que TODAS las batallas terminasen con deux ex machinas en el menú; que fuéramos a tragarnos que Jamie, los cuervos y los dragones plegaran la curvatura del universo haciendo viajes instantáneos; que guerreros ya con los huevos pelaos —con perdón— se lanzaran a conquistar al enemigo sin más alforja que una bota de vino para compartir y con los cinco primeros mequetrefes que se han encontrado en una mazmorra —también a saber cómo llegaron allí—; o que el septón supremo ese que ofició nulidades y matrimonios se fuera a la tumba sin dar cuenta de ello a la nueva dinastía reinante.
Bajo la premisa de que cualquiera podía morir, esta serie planteaba una sorpresa sangrienta tras otra. Ahora no.
Pero lo peor de todo es que todas esas cabecitas hayan decidido en algún despacho que lo mejor para satisfacer a los fans era disponer una temporada tan predecible que hasta yo en el anterior post dedicado a la serie en este blog —escrito hace más de un año— ya adivinaba el porvenir. Había una época en que esta serie, bajo la premisa de que cualquiera podía morir, planteaba una sorpresa sangrienta tras otra. Ahora no. Sabíamos desde el minuto uno lo que Sam iba a descubrir en aquella biblioteca perdida; sabíamos desde el primer instante lo que iba a pasar cuando Jon Snow y su tía se mirasen a los ojos; y sabíamos lo que iba a suceder con el Muro desde el momento en que el Rey de la Noche agarró esa jabalina de hielo.
Y ahora la séptima temporada ha llegado a su vergonzoso fin prometiendo, como siempre, el oro y el moro, y dejando tras de sí más cadáveres que nunca entre los que habrá que contar, me temo, con la ilusión de no pocos adeptos desencantados por lo torticero del orgasmo. Que sí, que llegamos a donde todos queríamos; que sí, que ha habido beso, y muerte, y dragones… Pero, para una serie entre cuyas fortalezas estaba el disfrute del viaje, en esta ocasión la sensación es, nunca mejor dicho, la de que nos han teletransportado. Y así no, oye. Así no.
Estupenda critica!! Totalmente acertada