


Un grupo de jóvenes son castigados por distintas faltas en su instituto. Mientras realizan las tareas de limpieza que les han encomendado en un viejo almacén se topan por casualidad con un videojuego de los que hoy se conocen como «retro». Como es lógico, no tardan en enchufarlo para ponerlo a prueba, optando cada uno por un avatar dentro de la historia. No obstante, nada más comenzar la partida, el videojuego los absorbe hacia el interior de la pantalla. Una vez dentro, cada uno adoptará la forma del avatar elegido que, como es de esperar, presenta características completamente opuestas a las suyas en la vida real.
Mitad continuación mitad remake de la película protagonizada por Robin Williams en 1995, el nuevo Jumanji viene a explotar la carta de la nostalgia que tan buenos resultados de taquilla y suscripciones está dando a lo largo de la última década. Sin embargo, el planteamiento comercial se queda sólo en lo instrumental de la historia, desgranando luego un relato de acción y comedia tan ordinario que bien podrían haber subvertido cualquier otro packaging finisecular y haber obtenido el mismo resultado.
Da la impresión de que los filmes adolescentes de los ochenta y noventa originales exploraban, bajo la excusa de aventuras imposibles y mundos mágicos, valores mucho más profundos
La fortaleza del film, más allá de un guión pergeñado con escuadra y cartabón sobre arcos simplones y premisas fáciles, descansa fundamentalmente en la vis cómica de sus intérpretes, y en concreto sobre las orondas espaldas de Jack Black y Dwayne Johnson, que efectivamente hacen suyos los roles que les toca interpretar a ratos entre estampida y estampida. Obviamente es Black quien se lleva el gato al agua, no sólo por un menor encasillamiento del actor, sino por el acierto de corporeizar algo tan alejado de sí mismo como es una quinceañera adicta a instagram.
Pero la película presenta más debilidades que fortalezas, empezando por la escasa sensación de peligro real que mueve a los personajes —todos dotados con tres vidas en la partida— y siguiendo por lo predecible y facilón de la aventura. El interés que suscitan las relaciones entre ellos se queda en lo banal, apenas rozando la superficie de quiénes son y quiénes quieren llegar a ser en el microcosmos de los pasillos de la secundaria.
De alguna forma, da la impresión de que los filmes adolescentes de los ochenta y noventa originales exploraban, bajo la excusa de aventuras imposibles y mundos mágicos, valores mucho más profundos relacionados con el sentido de la justicia, la amistad, los traumas provocados por la inestabilidad familiar, la madurez o la necesidad de aprender a lidiar con la muerte. Las nuevas aventuras que apelan a aquéllos para ganarse tanto a los millenials y post-millenials como a los treintañeros de hoy parece que se quedan, por lo general, en la superficie, no sabiendo ofrecer nada mejor que un cascarón vacío.