


Cuando Michael Crichton visitó uno de los parques de atracciones de la Disney en su juventud pocos podrían aventurar que la experiencia deviniera décadas después en sagas cinematográficas millonarias. Es sabido que la visita le inspiró para su película Westworld (1973), escrita y dirigida por él mismo, cuyo argumento sostiene la actual serie de HBO: un parque de atracciones con autómatas semejantes a humanos que terminan rebelándose. La premisa, como es obvio, es similar —con dinosaurios en vez de androides— a la del éxito literario que llevó a la pantalla Spielberg en 1993 y que ahora, casi veinticinco años después, sigue generando activos con su quinta continuación.
Abandonados a su suerte en la última entrega, los dinosaurios-probeta de Jurassic World, el parque temático, se han convertido en un asunto controvertido por la inminencia de una erupción volcánica que amenaza su existencia. La sociedad está dividida entre quienes abogan por dejar que la lava devuelva el orden al ecosistema y los vuelva a extinguir y quienes pugnan para ofrecerles la misma protección que a cualquier otra especie en vías de extinción. Esto atrae al tiempo el interés de ecologistas, pero también de cazadores —y especuladores— furtivos, que encuentran en las criaturas una excelente oportunidad para lucrarse.
Sólo la niña parece tener un hálito de interés, un trasfondo bien pertrechado y una historia real que contar. Lástima que la protagonista no sea ella.
A los mandos de la dirección se encuentra en esta ocasión J. A. Bayona, y la pieza no está exenta de envergadura. Ambientada a dos tiempos entre la remota isla de los dinosaurios y la mansión del magnate que financia toda la expedición para salvarlos, se podría decir que encontramos en pantalla dos partes perfectamente diferenciadas: por un lado, la aventura en sí en mitad de la selva; por el otro, un relato gótico de mansiones, monstruos y niños perdidos. Y la conjunción resulta del todo complicada.
Aunque siempre solvente entre los visillos del terror y el misterio, la película de Bayona en esta ocasión peca de un guion demasiado intrascendente para la carga emotiva que pretende trasladar a sus imágenes. La correcta puesta en escena, y la peripecia sostenida en base a las persecuciones de los lagartos gigantes, hacen de la película un episodio entretenido de comienzo a fin. No obstante, una suerte de villanos desdibujados pugna en banalidad con la pareja protagonista, cuyo afán e interés es difuso desde el primer instante en que vuelven a cruzar sus miradas. Sólo la niña parece tener un hálito de interés, un trasfondo bien pertrechado y una historia real que contar. Lástima que la protagonista no sea ella.