Susana está abriéndose camino en el mundo de la moda en París. Acude a castings de lencería, desfiles, sesiones fotográficas para distintas marcas… y a fiestas donde hacer contactos para mantener una carrera que, en realidad, empieza a terminar: a sus 24 años ya es demasiado mayor y las nuevas modelos adolescentes empiezan a copar todas las oportunidades. Por si su situación no fuera ya complicada, una llamada la obliga a poner en pausa su futuro y regresar a Madrid. Su octogenaria abuela ha sufrido un derrame y se ha convertido de la noche a la mañana en alguien completamente dependiente.



Susana acude a su auxilio. No tiene más familia que ella. La lleva a su casa y, mientras decide qué hacer, se convierte en cuidadora de la anciana: la viste, la lava, le da la comida… Sabe que cuanto más tarde en regresar a París más probable es que pierda los últimos trenes de su carrera. Pero tampoco quiere dejar a su abuela en un asilo, ni en manos de cualquiera.
De pronto las cosas empiezan a tomar un cariz muy extraño. Ruidos de madrugada, visitas extrañas, pesadillas… La abuela de Susana se levanta y camina sola por la casa, hablando con las paredes, riéndose a carcajadas. Hay puertas que se abren y se cierran solas, y relojes que parecen estar congelados en el tiempo. Algo no va bien. No es normal. Y Susana lo sabe. De alguna forma lo ha sabido siempre, desde que era niña.
La combinación entre Paco Plaza y Carlos Vermut no podía tener sino resultados inquietantes. La Abuela teje una historia dramática y cruda en dos niveles de terror. Por un lado, el sobrenatural, desarrollado a partir del juego de las maldiciones y los hechizos, en una suerte de aquelarre infernal que envuelve a las mujeres de la historia. Por otro, el terrenal, creado a partir de la propia decadencia del cuerpo y la mente. Por supuesto, el segundo termina siendo más terrorífico que el primero pues será, de los dos, el que realmente ponga a la protagonista contra el abismo.
La película articula un discurso cargado de temas que, por su impronta inmortal, parecen estar de plena actualidad (la dependencia, el miedo a envejecer, la aceptación de la propia imagen…). Y lo hace, además, con un trazado fino y sutil. La puesta en escena polanskiana tiene resonancias a La semilla del diablo, manejando con acierto una única y lóbrega localización y el juego de dos actrices en estado de gracia, la prometedora Almudena Amor y la icónica Vera Valdez. El ritmo, pausado, y el terror, visceral pero huidizo de los sustos y sobresaltos gratuitos, sin duda harán que el público que se adentre en la sala se lleve a casa parte de la inquietud y el desasosiego.