Quien entra en la sala de cine durante el pase de una película de Wes Anderson sabe muy bien lo que quiere ver. El director texano ha dejado una impronta indeleble en el imaginario cinéfilo con sus obras maestras Viaje a Darjeeling, Moonrise Kingdom: Un reino bajo la luna o The Grand Budapest Hotel. Su estilo, que ha inspirado a artistas, instagramers y cineastas en todo el mundo, tiene una seña de identidad reconocible prácticamente en cada fotograma, en cada plano, en cada instante de su obra. Por tanto, los fans que vayan a ver La crónica francesa no se sentirán embaucados: sin duda, se trata de una película de Wes Anderson. Quizá demasiado.



Perfilada como un homenaje a la revista The New Yorker, la obra se estructura en varias secciones editoriales: un obituario, varios artículos y un epílogo. El obituario inicial narra precisamente el fallecimiento del editor de la revista La crónica francesa, un suplemento editado en Francia para público del medio oeste americano donde escribe un variopinto conjunto de autores. Luego, se adentra en las crónicas de cada uno de ellos: Owen Wilson hace artículos de viajes en su bicicleta; Tilda Swinton retrata la vida de un preso-artista enamorado de una carcelera-modelo; Frances McDormand narra un sucedáneo de Mayo Francés, y Jeffrey Wright aborda en su sección culinaria la historia del cocinero de la policía.
Sin duda, se trata de una película de Wes Anderson. Quizá demasiado.
El plantel de intérpretes que acompañan a Anderson en esta nueva fantasía está compuesto por sus colaboradores habituales. Tanto en roles protagónicos o secundarios, todos disponen de un instante de gloria ante la cámara y regalan generosamente unas interpretaciones que sostienen sin duda el interés del film. Dicho de otra manera: salvan la película.
Porque La crónica francesa es manierista en extremo. El juego con las composiciones simétricas y bidimiensionales llega al paroxismo; el empleo de diferentes formatos —panorámico, cuadrado, color, blanco y negro…— varía de un plano al siguiente sin conmiseración hacia el espectador; la voz en off que va narrando toda la pieza cae en flashbacks, disgresiones y trastocamientos del tiempo que hacen complicado el visionado. Y, lo peor de todo, el conjunto resulta bastante aburrido y falto de conflicto.
Por ello, se trata de una película hecha para los fans de Wes Anderson que deseen empalagarse de su estilo, de su marca visual y de su heterogénea y nostálgica selección sonora, pero que terminará por echar de la sala a los espectadores que vayan buscando la magia naive que tienen sus películas precedentes, donde el director dejaba todavía más espacio a la historia que a él mismo.