


El último film de Yorgos Lanthimos lo tiene todo. De entrada, cuenta con un reparto excepcional de actrices, de esas cuyo carisma y presencia inundan la pantalla. En segundo lugar, logra con pocos recursos narrativos una historia compleja de intrigas y rivalidades palaciegas relatada con enorme interés. Por último, presenta una factura visual tan cuidada como arrebatadoramente contemporánea, planteada casi expresamente para romper el estilo tradicional de este tipo de géneros. Pero vayamos por partes.
Juntar en una producción a dos ganadoras del Óscar siempre es un aliciente. La trayectoria profesional de Rachel Weisz y Emma Stone no dejan lugar a dudas: solo la combinación de sus caracteres en la pantalla ya supone un atractivo incuestionable y una garantía de, al menos, un interesante trabajo interpretativo. No obstante, en esta ocasión la habitualmente secundaria Olivia Colman, conocida por el gran público por sus trabajos más en el ámbito televisivo que cinematográfico, termina por eclipsar a sus compañeras de reparto dando vida a una ciclotímica Ana Estuardo.
El reinado de Ana de Gran Bretaña sirve de marco a una historia cortesana y palaciega, con tintes de hechos reales. Abigail es una joven cuya mala fortuna le ha hecho perder su posición y terminar sirviendo como criada en las cocinas de palacio. No obstante, aprovechando la cercanía de su prima Sarah, que es amiga íntima de la reina, tratará de recuperar su lugar en el estamento social de la nobleza. No obstante, Sarah, aprovechando la personalidad y enfermedad de la monarca, ejerce el control del reino como si fuera suyo. Ante el ascenso de su prima, que irá ocupando su puesto tanto junto al trono como en la alcoba real, teme perder su capacidad de influencia, algo que no está dispuesta a consentir.
Toda la pieza clama a gritos una impostura audiovisual que casi se podría decir que la cámara trata de restar protagonismo al festival que proponen las actrices frente a ella.
La factura visual que imprime Yorgos Lanthimos a su obra resulta tan sofisticada como complicada su digestión. Frente al empleo de escenarios y luces en su mayoría naturales, así como de piezas musicales propias del periodo, la elección de lentes y movimientos de cámara se esfuerzan por poner de manifiesto la artificialidad de todo el planteamiento. Así, abundan los planos deformados por las ópticas ojo de pez o las lentes angulares; el eje de la cámara suele situarse en el plano inferior, provocando marcadísimos contrapicados y, en general, toda la pieza clama a gritos una impostura audiovisual que casi se podría decir que la cámara trata de restar protagonismo al festival que proponen las actrices frente a ella.
En cualquier caso, la mezcla entre drama y comedia, y lo original de la propuesta, hacen de ésta una película indispensable.