


Elisa es una mujer sencilla. De costumbres humildes, duerme en un diván durante gran parte del día y por las noches se levanta, se da un baño, y se va a trabajar como limpiadora de unas instalaciones científicas. Su vecino es un ilustrador ya entrado en edad que trabaja desde casa y al que acompaña por las tardes a comer tarta. Su mejor amiga trabaja con ella, le guarda los turnos y le cuenta las intimidades de su matrimonio como hacen las amigas normales. Sin embargo, Elisa es muda, su vecino es gay, su amiga es negra y todo esto se intuye problemático porque el relato nos sitúa en el intolerante Estados Unidos de comienzos de los sesenta.
Si ya con estos ingredientes el filme se pinta interesante, la cosa no hace sino ganar profundidad con la irrupción de un villano de funestas proporciones que viene a situarse como el brazo ejecutor —y acosador— de una burocracia machista y retrógrada que no tiene en mente más que una preocupación: la amenaza de la Guerra Fría. Y con razón: entre los doctores que trabajan en las instalaciones científicas hay al menos un espía soviético infiltrado.
Con una lectura que evidencia sus metáforas políticas y morales, la nueva fábula de Del Toro se sostiene sobre una historia bien trazada, una interpretación magnética de su protagonista, y una audacia incuestionable al subvertir los géneros
Pero el relato va más allá, pues el film de Guillermo del Toro no se contenta con las posibilidades dramáticas que se adivinan de una ambientación tan prolija en conflictos. Más que una historia de espías, La forma del agua es la historia de amor entre Elisa y un ser anfibio de rasgos humanoides, objeto de estudio de los científicos y potencial ventaja estadounidense en la contienda. Por supuesto el gobierno —personificado en un general de cinco estrellas, esos que pueden contarse con los dedos de una mano en toda la historia de los EE. UU.— ordena sacrificar a la criatura para analizarla por dentro y Elisa, con la ayuda de sus amigos, tratará de salvarla.
Con una lectura que evidencia sus metáforas políticas y morales, la nueva fábula de Del Toro se sostiene sobre una historia bien trazada, una interpretación magnética de su protagonista, y una audacia incuestionable al subvertir los géneros —el film tiene incluso algún momento musical— e incluso introducir de manera explícita el sexo. A lo largo del film no son pocos los homenajes y citas cinéfilas, comenzando por el propio diseño del monstruo, calcado del de los clásicos de los cincuenta. El juego visual, por otro lado, y como es habitual en el director, se construye en torno al realismo mágico que es común en el resto de su filmografía. Igual que los problemas de la película, también habituales en todas sus obras: un villano demasiado estereotipado y maniqueo, y un clímax donde los personajes de pronto muestran virtudes y capacidades que no se habían manifestado anteriormente en el metraje.