


Sorrentino se me escapa, por exagerado. El preciosismo barroco de sus películas me embelesa, me confunde y, al final, me deja descontento. Lo suyo promete y sugestiona, cautiva y engaña, pero termina definitivamente por defraudarme, como las tartas de tres pisos donde no hay más que bizcocho y fondant de colores. Todo azúcar y nada más.
No me he conmovido, Sorrentino, lo siento. Pero también puede que sea culpa mía, que no pertenezo a la clase social capaz de encontrar en la película un conflicto reconocible. La Juventud me ha parecido un retrato, bastante estático e inerte, de un grupo de triunfadores descontentos. Y tal vez por eso, por no ser yo uno de esos, no he podido captar el quid de la cuestión.
Supongo que debe ser un trauma para alguien lo de ser bueno y reconocido por algo que no te hace del todo feliz, pero realmente creo que hay conflictos peores. Planteémonos que para Rafa Nadal, por poner un ejemplo inventado, sea motivo de frustración no haber triunfado en el fútbol… Imagínenlo cabizbajo colocando otro trofeo de tenis en la estantería; piensen en su tristeza al firmar otro contrato millonario de derechos de imagen para zapatillas, raquetas o lo que sea; visualícenlo mentalmente dando pataditas a una pelota de tenis con pesadumbre y exhalando algún suspiro lastimero antes de jugar la final de Wimbledom. Pobre…
Porque al final todo en La Juventud se resume en eso: un grupo de personas encerradas en un hotel-balneario de alta montaña pagando el precio del karma. Todos son exitosos, todos han logrado llegar a lo más alto en las respectivas facetas de su vida, y sin embargo todos arrastran la lacra del descontento. Una Miss Universo culta, inteligente y formada que sólo es admirada por las curvas de su cuerpo; un Maradona virtuoso y artista que necesita un respirador tras caminar cinco pasos; un actor observador y con talento mundialmente conocido tan sólo por interpretar a un robot sin cara; un director de cine legendario que no es capaz de sacar adelante ningún nuevo proyecto, y un compositor que arrastra sobre sus hombros el peso, la culpa —y la añoranza— de los pecados de juventud que le impidieron ser un buen padre —y que le siguen impidiendo ser, sencillamente, un ser humano decente a tenor de la sorpresa final—. Y todos juntos de la sauna a la piscina y de la piscina al masaje mientras se lamentan de su suerte. Pobrecitos.
Tanto barroquismo, tanta exageración, tanta cursilería…
Es cierto que la interpretación es sobresaliente pero claro, teniendo a Michael Caine, Harvey Keitel, Rachel Weisz o Jane Fonda lo extraño sería que no lo fuera. Especialmente cuando los papeles que interpretan cuadran tan bien con lo que ellos mismos son y representan. Los secundarios, por otra parte, flojean, obvio. Por suerte la factura visual y el contrapunto sonoro parece querer enmascarar lo evidente, dejando un resquicio para el humor en medio de tanto barroquismo, tanta exageración y tanta cursilería.