


Infartado y sobre un charco de orina, Stalin da sus últimos estertores sin que nadie acuda en su ayuda sencillamente por miedo a entrar en sus aposentos. Cuando por fin alguien se decide a llamar a un médico, la problemática se torna paradójica: los mejores doctores han sido todos deportados o eliminados por mandato, precisamente, del propio Stalin. El cuadro, enmarcado desde el patetismo, apunta hacia la sonrisa del respetable: todos los gerifaltes del régimen evitan pisar la mancha de orina de su líder mientras sollozan y emiten lamentaciones exageradas. En sus fueros internos urden en secreto la trama maquiavélica que les permita agrandar su cota de poder aprovechando que el sucesor del jerarca es un pusilánime sin autoridad. Apenas la noche anterior compartían con el jefe chistes y bromas mientras veían alguna película norteamericana de indios y vaqueros; ahora le pegarían gustosos un tiro en la nuca al amigo más cercano. Es la Unión Soviética y estamos en 1953.
Si aceptamos la existencia de unos «límites del humor», La muerte de Stalin se edifica directamente sobre la línea divisoria de tal linde fronteriza
El director y guionista Armando Iannucci lleva a la pantalla un cómic del francés Fabien Nury haciendo gala de su afilado sentido de la parodia. Si aceptamos la existencia de unos «límites del humor», La muerte de Stalin se edifica directamente sobre la línea divisoria de tal linde fronteriza para erigir una contundente crítica al poder en todas sus formas. Los chistes, que no dejan bien parado a nadie, se desenvuelven desde el aséptico gag físico hasta el más irredento de los escenarios; desde el chascarrillo zafio de los protagonistas hasta la comedia a costa de ejecuciones explícitas, condenas a muerte con risotada y bidón de gasolina, o violaciones a menores pertrechadas al amparo del fuera de campo.
Perpetran la obra, además del director, un conjunto de actores anglosajones en estado de gracia. Con el siempre histriónico Steve Buscemi a la cabeza, todos los intérpretes se pliegan al reclamo de la parodia gamberra, pero dejando ver entre las grietas de la sátira la piel de monstruos tan oscuros, crueles y sanguinarios como tristemente reales.
La película, no obstante, bajo esta capa de negrura no banaliza la realidad ni la subvierte tras la careta del payaso sino precisamente lo contrario: la expone de una forma tan descarnada y cruda que finalmente el espectador se enfrenta a la duda de si lo que está viendo es o no una exageración de la realidad histórica, y si realmente la risa que le ha provocado es en el fondo legítima o cruel. Tal vez haya sido esta dualidad la que ha propiciado que el filme haya sido finalmente vetado en Rusia además de en otras ex repúblicas soviéticas.