


Comienzos de la I Guerra Mundial. Un joven meteorólogo llega a una pequeña isla en medio del Antártico para reemplazar al hombre que ocupaba el puesto y que ha dejado de dar señales de vida. En la isla apenas hay más que una cabaña y un faro donde vive un iracundo oficial, al parecer encargado de iluminar la costa cada noche. El agua dulce brota de un manantial subterráneo que se dibuja sobre el terreno flanqueado por llamativos círculos de piedra. Alguien parece haberlos colocado allí. El joven, que es dejado a su suerte con una buena provisión de víveres, trata de realizar su trabajo lo mejor posible sin molestar demasiado al habitante del faro que, pese a la soledad, no parece tener ganas de amigos. Como parte de su aprovisionamiento, el meteorólogo se ha llevado las obras completas de Stevenson y Dante. Todo parece indicar que va a resultar un destino tranquilo y monótono: apuntar las variables atmosféricas durante el día, hacer acopio de agua dulce, racionar sus víveres y leer hasta que cae la tarde. En definitiva, un destino ideal para alguien que parece estar huyendo de algo. Pero tras la primera noche descubre que no va a ser todo tan idílico.
Una horda fantasmal de criaturas marinas de aspecto antropomorfo atacan la cabaña del recién llegado. Mitad ser humano mitad anfibio, las criaturas emergen del fondo del mar y asedian con violencia al protagonista que, viéndose desprotegido tras las finas paredes de madera, opta por contraatacar con fuego. Como resultado, la casa termina ardiendo y al joven no le queda otra que buscar asilo en el interior del faro de piedra donde vive el antipático oficial. Como se adivina por las defensas que ha construido a su alrededor, el farero lleva años defendiéndose cada noche de envites similares disparando a las monstruosas criaturas desde lo alto de su atalaya. Sin embargo, cuando el meteorólogo es finalmente aceptado en el cobijo del faro, descubre algo inquietante: el oficial ha adoptado como mascota —y entretenimiento sexual— a una hembra de la especie atacante.
Ambientación y puesta en escena sumergen al espectador en una estilizada fantasía de corte y tono sobrenatural. La dirección, al servicio de la trama, dibuja un relato interesante y misterioso donde sorprende el trabajo de Aura Garrido en su papel de sirena anfibia de movimientos y reacciones animales. No obstante, a partir de la segunda mitad el filme se estanca en la reiteración, siempre igual, una y otra vez, de la misma circunstancia: el ataque y represión de unas bestias que tienen un matiz tan desechable como los zombies de tantas otras propuestas similares; y deja de lado, por consiguiente, las verdaderas facetas interesantes que se habían apuntado en el comienzo.