


Aunque sea un dicho popular eso de que «la vida imita al arte», la realidad es que el arte suele sacar provecho exprimiendo al máximo la realidad de la vida, y probablemente sea el mundo del drama el mejor exponente de esta particularidad. Así, al menos, lo sugiere la última película del director Nicholas Hytner —La locura del rey Jorge (1994)— que, apoyada sobre el talento de los octogenarios Maggie Smith y Alan Bennett, narra la apropiación teatral por parte de un dramaturgo de la vida de una particular y desagradable inquilina.
A mediados de los años setenta, una anciana al volante de una destartalada furgoneta deambulaba por Gloucester Crescent, en el norte de Londres, aparcando alternativamente en varios emplazamientos hasta que terminó ubicando su residencia permanente en el jardín del número 23, casa del dramaturgo Alan Bennett. Allí permaneció quince años, hasta el fallecimiento de la anciana. Durante ese tiempo, el escritor no sólo fue anfitrión y testigo del deterioro de su espontánea inquilina, sino que incluso lo documentó en su diario personal, posteriormente convertido en novela y pieza teatral.
Desvelando un absoluto respeto por la dignidad de la protagonista, el autor se desdobla en sus facetas de escritor y buen vecino para mostrar la desagradable, escatológica y, en última instancia, triste existencia de una sin techo arisca y malencarada que, a su manera, termina por resultar divertida sin quererlo y magnéticamente adorable. La obra, que se confiesa basada «libremente» en los hechos reales, se vale de la dosificación justa de la información sobre el pasado de la indigente para perfilar un retrato sincero aunque sobrio de la decadencia, el deterioro y la enfermedad mental.
Smith eclipsa irremediablemente la acción del personaje interpretado por Alex Jennings
Maggie Smith retoma el papel que le valiera varios galardones en el West End hace una década y que, sin duda, parece haber nacido para interpretar. Su presencia abarca por completo la pantalla y eclipsa irremediablemente la acción del personaje interpretado por Alex Jennings, formalmente protagonista del relato, que termina por quedar en un segundo plano. Ayudan al verismo la filmación en la localización real donde convivieron la anciana y el escritor, así como el texto del propio Bennett (que realiza un cameo) y la banda sonora de George Fenton, único miembro del equipo aparte del dramaturgo que conoció realmente a la auténtica señora de la furgoneta.
Por ello termina resultando chocante el artificio del desdoblamiento y el trucaje final; ese diálogo constante entre la vida y el arte vehiculado a través de un autorretrato del autor que parece querer pintarse, siguiendo la hierática tradición británica, tan falsamente anodino y tan meramente vulgar que acusa una pretensión de vano postureo.