


Dicen los expertos que el filme de 1942 Casablanca es de género inclasificable. Es un drama político con escenas de acción, instantes de comedia, momentos de película de espías y abundantes escenas musicales. Aunque, ante todo, es una historia de amor. Bueno… de amor y de renuncia. En un instante de La La land se refieren explícitamente al clásico de Michael Curtiz. En concreto, a la ventana del estudio donde Borgart y Bergman rodaron el último beso parisino de Rick e Ilsa. No es casual que el filme escrito y dirigido por Damien Chazelle, y que se alzó con nada menos que siete Globos de Oro —todos a los que estaba nominado—, sea también una historia de amor agridulce.
Mia es una joven aspirante a actriz que alterna audición tras audición con su trabajo de camarera en la cafetería de los estudios Warner. Su trato más o menos asiduo con las estrellas de cine durante los descansos de los rodajes no es sino un recuerdo constante del sueño por el que se mudó a Los Ángeles: convertirse en actriz de éxito. Sebastian, por su parte, es un pianista sin trabajo que desayuna cada mañana frente un antiguo club de jazz reconvertido en bar de tapas. Su anhelo es lograr algún día montar su propio club para devolverle a este género musical su sentido original. Por supuesto, ambos se conocerán y se enamorarán en la ciudad de las estrellas sin saber, no obstante, que sus caminos discurren en sentidos contrapuestos.
La La land parece tener el don de aglutinar en una misma pieza todos los tópicos y clichés del metalenguaje hoolywoodiense: el chico conoce chica, la historia de los aspirantes en busca de oportunidades, la cruda indiferencia de los castings, las fiestas de estrellas y los clubes nocturnos… Sin embargo, el engarce de todo el conjunto deja entrever tras los visillos del homenaje un trasfondo que va más allá de los bailes y los diálogos cantados; un trasfondo de realidad y madurez que apuntala el relato en una tesitura lejana a la ñoñería.
El filme habla del amor y de los sueños con un tono agridulce; sitúa a los protagonistas en una encrucijada por instantes dolorosa y amarga que se olvida de las canciones durante todo el segundo tercio para ilustrar una cuestión quizá más seca y profunda: la inevitable necesidad de renuncia. Una renuncia que termina en un poso de melancolía y en una nueva ensoñación íntimamente compartida de dos amantes que terminan por ansiarlo todo, lo que tienen y lo que no.
Trazo fino y envolvente para unas escenas en su mayoría relatadas con incesantes planos secuencia que ponen de manifiesto la maestría de dos intérpretes jóvenes pero de escuela antigua, de esos que son al final capaces de cantar, bailar, hacer piruetas y lo que les toque; y encima todo bien.
Una película indispensable.