Ignacio (Marcos Ruiz) es un muchacho introvertido de la clase media gerundense a finales de los años setenta. No tiene amigos. De hecho, lo que tiene realmente son enemigos que se burlan de él y que le agreden siempre que tienen ocasión. Ignacio hace poco por defenderse, si acaso salir corriendo siempre que puede escabullirse y esconderse en los salones recreativos de su barrio. Una tarde, estando en ese lugar seguro, ve como una pareja de quinquis irrumpe entre las máquinas y videojuegos arcade con aviesas intenciones. Con un ojo en los recreativos y otro en los recién llegados, Ignacio observa como el hombre, claramente al mando, indaga en el lugar oteando el terreno y las monedas mientras que la muchacha que le acompaña… la muchacha sencillamente le arrebata el corazón.



Siguiendo la estela de esta improbable gitana empoderada (Begoña Vargas), el protagonista decide una tarde cruzar la frontera que separa su barrio de clase acomodada del arrabal donde ella habita en compañía de su banda: un grupo de carteristas y atracadores que no tardarán en adoptar al muchacho como uno más, entre otros motivos por lo bien que les viene tener un pijo que sirva de señuelo para sus golpes.
No obstante, la dinámica de la banda va poco a poco a más. De pequeños hurtos en chalés vacíos pasan a robar anfetaminas atracando farmacias, y de ahí darán el salto a los bancos de la zona, subiendo niveles del gancho a la navaja y de la navaja a la pistola.
El exuberante despliegue de Begoña Vargas, los acordes de Motoreta, y el tono épico a la vez que adolescente de la obra justifican con creces el ir a disfrutarla a la sala de cine.
Narrada con el pulso firme que caracteriza a Daniel Monzón, la película juega al homenaje directo de la estética y los temas del llamado cine quinqui ochentero. En su propuesta no faltan las persecuciones a bordo de un SEAT 124, los tiroteos, la droga y, por supuesto, el flamenco rock, que en esta ocasión juega a mezclar los clásicos de Las Grecas con el irreverente academicismo del grupo Derby Motoreta’s Burrito Kachimba.
El principal problema es que sale perdiendo en la comparación. Si algo tenían las películas de José Antonio de la Loma o Eloy de la Iglesia es que estaban protagonizadas por los auténticos referentes, que encarnaban en pantalla sus propias aventuras y fechorías en una suerte de romantización mítica del bandolerismo urbano. En la adaptación de Monzón por momentos se vislumbra el cartón-piedra de una realidad más añorada que vivida que, de algún modo, casa con el tema último del film, donde resuena la nostalgia de aquello que nunca sucedió.
No obstante, el exuberante despliegue de Begoña Vargas, los acordes de Motoreta, y el tono épico a la vez que adolescente de la obra justifican con creces el ir a disfrutarla a la sala de cine.