


Corren los años sesenta y la generación nacida tras el baby boom ya tiene edad de conducir y suficiente poder adquisitivo como para permitírselo, por lo que la Ford Motor Company ve en ellos un auténtico filón. No obstante, los jóvenes de esta nueva generación no quieren ni por asomo conducir un coche que se parezca lo más mínimo al que conducen sus padres. Y, en eso, la Ford tiene un problema. Antes que la tradicional gama media de la que fuera casa pionera en la automoción, para la juventud resultan más atractivas las seductoras líneas y los potentes motores de los vehículos fabricados Europa como los Porsche alemanes, los Ferrari italianos o los Aston Martin británicos, marca favorita del por entonces modernísimo James Bond.
Dispuesta a abrirse un hueco entre el posicionamiento de marca de estas rutilantes estrellas de la carretera, Henry Ford II, jefe supremo de la compañía, asesorado por una camarilla de ejecutivos y publicistas más o menos trepas, decide que la mejor manera de lograrlo es derrotar a las grandes en su propia liga. En concreto, vencer a Ferrari en la carrera que lleva años dominando con soltura: las 24 horas de Le Mans. Y para ello, por supuesto, necesitan el coche más rápido y robusto jamás construido.
Ansiosos por encontrar la fórmula del éxito, los ejecutivos de la Ford deciden confiar la empresa a Carroll Shelby, un diseñador de coches deportivos que tiene entre sus logros ser el único conductor estadounidense que había logrado ganar en Le Mans hasta la fecha. Así, con la potencia económica de Ford y la influencia de Shelby, logran construir el mítico Ford GT40. El siguiente problema sería encontrar un piloto capaz de doblegar a esa bestia de cuatrocientos caballos, y ahí es donde el nombre del arisco Ken Miles se abre un hueco en la gesta.
La película, que se toma sus licencias con respecto a los hechos, está bien construida y bien interpretada.
La película de James Mangold lleva a la pantalla una historia real de múltiples rivalidades masculinas. Por un lado, Ford y Ferrari, encarnados en las orondas figuras de los cabeza de ambas casas; por otro, la de Shelby contra los publicistas, que están más preocupados por sacar rédito publicitario de la carrera que realmente de ganarla; y, por último, de Miles contra todos: contra Ford, contra Ferrari, contra el resto de pilotos y contra sí mismo y su propio carácter.
La película, que se toma sus licencias con respecto a los hechos, está bien construida y bien interpretada. Sus más de dos horas de metraje harán las delicias de los amantes del ruido de los motores y de la competición de velocidad, si bien el relato termina por resultar un tanto predecible incluso para aquellos que no conozcan la historia real.