Llega a las pantallas la tercera entrega de la pentalogía de los Animales fantásticos, un spin-of-precuela de la saga del mago adolescente Harry Potter que abordaba las aventuras de Newt Scamander en su incansable búsqueda de bichejos sobrenaturales. La realidad, no obstante, es que la obra ha terminado por dar prioridad a la subtrama secundaria en detrimento de los devenires de su protagonista, hasta el punto de robarle por completo toda la importancia. Porque, al fin y al cabo, los conflictos del zoólogo —si es que tiene alguno— no interesan a nadie.



La película arranca donde terminó la anterior: el malvado mago Grindenwald, proscrito en varios países del mundo mágico, se refugia en un castillo vampírico en el interior de las montañas austriacas con su obscurial, una criatura atormentada que está adiestrando para que asesine a Dumbledore. No obstante, sus pretensiones van más allá: quiere alzarse con el poder entre los magos para imponer una purga racial que elimine a todos los humanos no-mágicos que no sirvan para el trabajo. Las alusiones al auge de los totalitarismos de entreguerras son más que evidentes. Sin embargo, hay otra problemática mayor y más actual que salpica irremediablemente la historia.
J. K. Rowling ha sido defenestrada de su propia obra. Cancelada. Da cuenta de ello su ausencia en los últimos homenajes sobre su saga literaria, en los estrenos de sus últimas piezas, o, sencillamente, en las alusiones a los guiones que, esta vez sí, son de su autoría. El motivo, una serie de comentarios vertidos en las redes sociales que han sido tachados de intolerantes hacia el colectivo LGBT. En este contexto, la última entrega de la nueva saga presenta instantes de llamativo simbolismo. Dumbledore se presenta por fin como un personaje abiertamente homosexual y el centro de su conflicto se apoya sobre los sentimientos hacia su rival, que se ven materializados en un simbólico amuleto que sella un pacto inquebrantable.
Que el personaje, de todas las épocas que ha vivido en pantalla, opte por salir del armario justo en el periodo histórico en que hacerlo era delito en Gran Bretaña es el menor de los problemas derivados de este cambio de tono. El principal: el giro hacia el melodrama, el maniqueísmo de los planteamientos y, como es ya costumbre, la excesiva duración del metraje.
Pese a todo, la película es quizá la mejor de todas sus precedentes, y buena parte de la responsabilidad recae en Mads Mikkelsen, nuevo actor en encarnar a Grindelwald. Su presencia aporta un sentido más profundo y solemne a un personaje que abandona el tono de cómic que le venía imprimiendo Johnny Depp, que también ha sido “cancelado”, pero por otros motivos.