


Según ha comentado en varias ocasiones Michael Fassbender, el actor que da vida al clásico de Shakespeare, Macbeth no es más que un soldado que acusa los problemas derivados del trastorno por estrés postraumático propio de los veteranos de guerra, unidos a una ambición exacerbada y espoleada, si puede decirse así, por su esposa. Tal vez por ello su interpretación del clásico haya tirado más hacia la locura y menos hacia el sentido último que, en mi opinión, sí tiene el texto shakesperiano: la ambición y la culpa.
Como seguro que sabrán, el filme quiere reflejar con bastante fidelidad el texto original. Después de una batalla, a Macbeth tres brujas le vaticinan que será investido con diversos honores y que, posteriormente, será rey de Escocia. Al ver que tales profecías se van cumpliendo, y acuciado por el plan malévolo que ha tramado su esposa, Macbeth asesina al actual rey para heredar el trono. No obstante, a un compañero de armas las brujas le vaticinan algo diferente: será ascendiente de reyes. Temeroso de que el hijo de su compañero pueda llegar a arrebatarle su sangriento trono, Macbeth manda asesinarle.
Encerrado en su castillo, y presa de la culpa y el remordimiento, tanto por haber matado a un rey piadoso y justo, como por haber traicionado al que en otra época fuera su amigo, Macbeth empieza a tener nuevas visiones que ponen de manifiesto su incipiente locura —llamémoslo trastorno—. Aunque las brujas nuevamente le han vaticinado lo que parece ser un buen porvenir, el desasosiego sigue atormentando al rey y a su malvada esposa, que camina sonámbula queriendo lavar sus manos de sangre imaginaria.
Aunque es cierto que la tesis de Fassbender encaja bastante bien en la obra, y hasta se justifica —en la escena IV del acto III el protagonista ve e incluso dialoga con el fantasma de su amigo asesinado delante de todos y Lady Macbeth lo justifica aludiendo a que sos episodios que tiene desde joven—, el trastorno, que sería acaso atenuante de sus terribles crímenes, parece desviar la atención del fondo principal del asunto, que no es otra cosa que la naturaleza humana. Macbeth, en efecto, comete un crimen horrendo. Pero no sólo lo comete llevado quizá por sus visiones o por la pérfida influencia de su esposa, sino que además lo comete sabiendo lo que hace y la gravedad de sus acciones.
Me produce cierta urticaria el empleo de recursos que no persiguen acompañar al sentido dramático
En cualquier caso, la adaptación llevada a la gran pantalla por Justin Kurzel quiere escapar, como ya vimos en La Novia, de todo lo que pueda recordar al proscenio. Planteando una fotografía preciosista y exagerada donde abunda la cámara lenta y el juego cromático, lo que realmente destaca de la pieza es la interpretación de la pareja protagonista.
Aunque se trata de una película hermosa a los ojos, lo cierto es que el juego de contrastes y la pugna por la sorpresa efectista del auditorio con pirotecnia visual ha terminado por aburrirme. Quizá sea porque últimamente me produce cierta urticaria el empleo de recursos que no persiguen acompañar al sentido dramático de la trama sino más bien el mero deleite visual; o quizá sea que Shakespeare, si existió realmente, nunca ha necesitado aderezos.