


En 1931 James Whale dirigió la que probablemente sea la adaptación más icónica de Frankenstein. Aunque ha habido infinidad de sucesivas versiones, el monstruo de aquélla, interpretado por Boris Karloff, ha quedado configurado en la memoria del Mundo como un estereotipo emblemático; como una marca registrada. La película, que se basaba en una adaptación teatral, no ocultaba su germen originario y en los créditos iniciales se alude a la novela gótica escrita al frío del año sin verano por Mary Wollstonecraft Godwin. Ahora bien, en tales créditos iniciales no se menciona en ningún momento el nombre de la autora. En vez de eso se alude a ella como «la señora de Percy B. Shelley», cayendo en una invisibilización que, según se nos narra en el filme de Haifaa Al-Mansour, acompañó a la escritora también en vida.
Mary Shelley es una película irregular. Por un lado, pretende establecer un paralelismo en absoluto metafórico entre la autora y su obra. Para ello, retrata a una protagonista adelantada a su tiempo en muchos aspectos y, por consiguiente, del todo incomprendida. Además de escaparse con el poeta Shelley —que ya por entonces estaba casado—, la protagonista sufre el escándalo y el oprobio por su relación abierta, a lo que se une la desolación de la muerte de su primer hijo. Frankenstein o el moderno Prometeo será para ella una forma de exorcizar sus propios traumas reflejando sobre el monstruo toda la soledad y la incomprensión que ella misma experimenta.
No obstante, el filme también pretende, por otro lado, ser una suerte de melodrama romántico adolescente
En este sentido, tanto la sensibilidad de la directora y guionista —no olvidemos que fue la primera mujer cineasta de Arabia Saudi— como la sutil elegancia interpretativa que imprime Elle Fanning al personaje suponen sendos aciertos que dotan a la película de profundidad.
No obstante, el filme también pretende, por otro lado, ser una suerte de melodrama romántico adolescente. Si bien es cierto que los personajes históricos son retratados en su juventud —de hecho no hay otra forma de retratarlos con fidelidad, Lord Byron murió con 36 años, Percy B. Shelley, con 29—, la trama, las relaciones y el enamoramiento de unos con otros casi roza en lo estético y lo narrativo los niveles de la saga Crepúsculo, lo cual resta enjundia al resultado final y provoca que el espectador que esté interesado en lo sustancial del hito literario se termine aburriendo con la superficialidad de tanto juego de camas.