La productora A24 se ha convertido en un reducto independiente de cine de terror de calidad. A ella le debemos las sugerentes The Lighthouse, X, Midsommar, The VVitch, Hereditary o Ex Machina, además de títulos de reconocido éxito como Moonlight o The Florida Project. También podemos encontrar en su catálogo propuestas más alejadas de la narrativa convencional, como la singular Lamb o la tercera película de Alex Garland, Men.



Después de un trágico acontecimiento, Harper (Jessie Buckley) se va a pasar una temporada a una casa rural en la campiña inglesa. Lejos de todo, la casa parece el ideal de las casas de campo: paredes de roca, estancias hogareñas, un amplio jardín y, lo mejor de todo, está prácticamente en mitad del bosque. Su casero vive en el pueblo cercano, y parece un hombre amable y bonachón que conserva la casa en muy buen estado.
La primera mañana que está allí todo empieza a torcerse. Después de jugar con su propio eco en uno de los viejos túneles ferroviarios abandonados, Harper comienza a tener encuentros desagradables con diferentes hombres que, bien por sus actos o bien por el diálogo que mantiene con ellos, terminan sencillamente tocándole las narices a la protagonista.
Lo que nos indica que estamos ante una obra poco convencional es, de entrada, que todos los hombres del film estén interpretados por el mismo actor. El versátil Rory Kinnear presta así su cara a los diferentes sujetos que la protagonista va viendo en su periplo, si bien parece no darse cuenta. Sencillamente, es un recurso visual para asentar el mensaje que pretende contar con la película: todos los hombres son el mismo, con su misma toxicidad que se engendra de unos a otros. El final de la obra, ya en nivel de lo onírico-sobrenatural, incide literalmente en esta última idea.
Y ahí los problemas. En primer lugar, la metáfora de Garland resulta burda en lo evidente. La condescendencia hacia el espectador que puede no entender los símiles que planta el director durante el metraje le restan parte de su fuerza, alejándola del terror rural y quitándole racionalidad o verismo.
En segundo lugar, el director plantea una obra feminista en la que, sin embargo, su actriz protagonista asume un rol de absoluta pasividad. No solo ella es mero testigo de todo lo que sucede a su alrededor, sino que además opta por seguir siéndolo, pues decide quedarse en aquel lugar a pesar de todo (y de todos) cuando podría marcharse en cualquier momento.
El caso es que toda la película es, en sí, una metáfora de la culpa femenina y la experiencia lidiando con el sexo contrario. De ahí que haya que entenderla en el plano de lo introspectivo e irreal. De hecho, hay momentos en que el espectador no sabe si está ante visiones subjetivas del personaje o ante los hechos reales que el guionista ha querido plantar en pantalla para transmitir algún tipo de mensaje.