


Las películas de Álex de la Iglesia suelen ser una cita inexcusable para todo cinéfilo español, y cuando además van de la mano del guionista Jorge Guerricaechevarría con más motivo. La última gamberrada de ambos se llama Mi gran noche, y trae como plato fuerte, aparte de una interpretación colectiva y un torbellino visual, la primera colaboración del director con el cantante Raphael, algo que se soñaba desde Balada triste de trompeta.
El rodaje de una gala de fin de año sirve de contexto para el desarrollo de una obra coral donde se entrecruzan más de seis tramas. Por un lado, Alphonso, divo musical de otra época, ve cómo su primacía en el mundo del espectáculo está decayendo a causa del fulgurante éxito de Adanne, un joven latino que le ha robado la actuación principal. A su vez, Adanne tiene un encuentro sexual con una choni que guarda su semen en un bote y planea chantajearle. Mientras, en el patio de butacas, llaman a un figurante de última hora para que se siente al lado de una gafe de la que se termina enamorando. Los presentadores de la gala, matrimonio, no paran de hacerse la competencia el uno al otro. Las protestas por los despidos de la cadena de televisión convierten los alrededores del estudio en una batalla campal al tiempo que el director de la cadena trata de huir con el dinero; y el hijo de Alphonso, atormentado por su malvado padre, planea el asesinato del divo en plena gala, para lo que contrata a un sicario que resulta ser el mayor fan del artista. Todo, a la vez, y en un solo escenario. La locura está servida.
Con un guión que se mueve entre lo histriónico y lo pasado de vueltas, la factura visual de la nueva comedia de Álex de la Iglesia marca un ritmo tan acelerado que, por momentos, llega a ser su mayor problema. En algunos instantes el montaje alternado y el salto de plano se acelera tanto que aturde, confunde y enloquece al espectador. Las tramas se superponen unas a otras; los gags se interrumpen con otros gags y el resultado final, de tan trepidante que quiere ser, resulta un caos. El tono, a su vez, navega en aguas de lo estrambótico. La crítica social que subyace está embardunada de tanta capa de parodia que al final no queda más que en un leitmotiv para la locura, la exageración y el desparrame.
Lo más destacable, no obstante, recae sobre la interpretación. Con un plantel de caras conocidas que solventa la papeleta, llaman la atención sobre los demás —precisamente por salirse de sus roles habituales— una ingenua Blanca Suárez y un incombustible Raphael que no tiene reparos en encarnar, con mucha retranca, a su reverso tenebroso. El personaje de Alphonso es un Raphael en negativo, un reflejo autobiográfico y mordaz que el cantante sabe llevar en pantalla haciendo el sanísimo ejercicio de reírse de sí mismo.