


Incombustible. No hay una palabra mejor para definir la franquicia de Misión Imposible. Sin contabilizar sus orígenes seriales en la televisión de los sesenta, ya van seis entregas cinematográficas estrenadas en sala desde mediados de los años noventa, que se dice pronto. Todas ellas tienen dos elementos en común: están protagonizadas por Tom Cruise, y son en todo caso superproducciones. Eso sí, la calidad, como siempre, es un elemento más relativo aunque, en el caso de no ocupa, parece dar un pasito adelante.
La última entrega aborda una nueva trama de espionaje internacional sin demasiado fundamento más allá que poner a los protagonistas ante la siempre imponderable cuestión de la vida o la muerte a escala planetaria. El interés, como de costumbre, reside en la suplantación, el engaño, la intriga y la acción, especialmente la acción.
No hay entrevista en que no pregunten a Tom Cruise, normalmente de una forma más o menos sutil, si no considera que ha perdido la cabeza con eso de querer realizar él mismo sus escenas peligrosas, especialmente ahora que bordea los sesenta. La respuesta suele ser siempre la misma, y suele desvelar entre líneas siempre el mismo razonamiento: la autenticidad es la razón de ser de todo; el motivo que termina llenando las salas. No es extraño que incluso hayan aprovechado la rotura de tobillo del protagonista durante el rodaje como truco publicitario. En Mission Impossible: Fallout, además de las carreras frenéticas por los tejados de Londres o las persecuciones en moto por las principales avenidas de París —sin casco y en dirección contraria—, el actor se cuelga de helicópteros en vuelo manteniendo tomas de plano máster.
El personaje de Cruise tiene una profundidad y un sentido a medio camino entre lo melodramático de Bourne y lo robótico de Bond
No obstante, en esta ocasión además hay un elemento de interés: hay historia o, al menos, toda la historia que se puede destilar de una franquicia cuyo principal componente es la peripecia. El personaje de Cruise tiene una profundidad y un sentido a medio camino entre lo melodramático de Bourne y lo robótico de Bond. Un medio camino que, de alguna manera, le aporta realismo. Se trata de un personaje que tiene un pasado, un acervo y una historia junto a su equipo; y que además no se desenvuelve mal en la comedia.
La última entrega de Missión Impossible no pasará a la historia por su trascendencia cinematográfica, pero al menos es fiel cumplidora de lo que promete, presenta una narración digna para su envoltorio, y es además digna deudora de su pasado televisivo. Los propios títulos de crédito ya lo declaran al emular los mejores pasajes que están por venir. Y ahí, en el respeto a su esencia, reside su principal interés y su principal virtud. Ethan Hunt sigue siendo el mismo, y por muchos años.