


Los escritores nacidos a finales de los ochenta tienen cuenta de Twitter, tablones de Pinterest, y hacen cine de bajo presupuesto. Es más, de hecho, los directores noventeros que se pueden señalar como auténticos bohemios neoyorquinos parecen mirar con cierto desprecio el cine que no es de bajo presupuesto; que no se fundamente en la narración de historias más o menos cotidianas, más o menos de clase acomodada y más o menos triviales.
Pero esto es una generalización injusta, por supuesto, motivada simplemente por el regusto a chicle que me ha dejado Mistress America.
Tracy (Lola Kirke) es una adolescente que está afrontando un cambio fundamental en su vida: comienza la universidad en Nueva York. Perdida y sin saber realmente quién es y quién quiere ser, el encuentro con la hija del prometido de su madre —su futura hermanastra Brooke (Greta Gerwig)— le provoca una fascinación que articulará su relato existencial. El aprendizaje vital y el derrumbe de los propios referentes supone para ella un paso hacia una madurez que en realidad siempre ha tenido. Pero, por algún extraño motivo, el conflicto que ocupa más tiempo en pantalla es el que atormenta a la otra.
Se habla mucho, y con razón, de Greta Gerwig que, además de coprotagonizar la historia, firma el guión junto a su pareja en la vida real Noah Baumbach. Ambos son algo así como dos niños prodigio de la nueva ola del cine indie denominada mumblecore. Empleando un símil personal e intransferible, el mumblecore es básicamente —o eso me parece— como intentar hacer lo que hacía Woody Allen, pero sin presupuesto. Gerwig, que ya trabajó con el maestro en uno de sus últimos catálogos turísticos, se adscribió al movimiento en sus inicios estando todavía estudiando en la universidad, y quizá sea ese punto de realismo autobiográfico el que ha provocado que termine particularmente más sorprendido con el personaje interpretado por Lola Kirke que, en mi opinión, eclipsa por completo a su partenaire en la ficción.
La obra, demasiado autoconsciente para mi gusto, plantea una situación divertida que poco a poco va perdiéndose en la hilaridad y lo estrambótico. Brooke rompe con su pareja y pierde el aval que tenía para montar un restaurante «cuqui» en Nueva York, por lo que decide hacer de tripas corazón y pedirle ayuda económica a su ex mientras su futura hermanastra, fascinada, se dedica a mirarla y a robarle el espíritu para convertirla en musa de su primer relato literario. Ambas rompen por una traición-pellizco-de-monja que por lo visto supone un cisma insalvable entre ellas pero que, como todos esperábamos, provoca el autoconocimiento que necesita la universitaria para encontrarse a sí misma.
Con un discurso muy pagado de sí mismo, la obra pretende ser irónica, pretende ser divertida y pretende ser inteligente
Con un discurso muy pagado de sí mismo, la obra quiere jugar con su propio artificio planteando un diálogo con el espectador que pretende ser irónico, pretende ser divertido y pretende ser inteligente. No obstante termina resultando petulante. El drama de la supuesta protagonista se desdibuja frente al pequeño conflicto de la secundaria, que es el que termina motivando la trama, en un desarrollo dialogado que probablemente ganase, por lo irreal, sobre las tablas de un escenario.