


Resulta sencillo reconocer un guion de Aaron Sorkin. Independientemente de que se trate de alguno de sus loables trabajos para la pequeña o la gran pantalla, hay una serie de rasgos que lo hacen inconfundible: afilados y perspicaces diálogos dichos en medio de paseos arriba y abajo; cultísimos personajes de inteligencia y agilidad mental superior a la media; conflictos trágicos donde los protagonistas han de luchar a menudo contra su propio beneficio por hacer lo correcto, y moralizantes finales que terminan por edulcorar las tramas hasta rozar lo pedagógico y paternalista. Ahora, Sorkin además de escribir se dirige, por lo que su impronta no podría estar más marcada, para bien y para mal.
Molly’s Game adapta al celuloide el relato autobiográfico de una mujer que antes de cumplir los treinta ya había amasado una fortuna organizando timbas de póquer a medio camino de la legalidad. En su obra, publicada en 2014, la protagonista no duda en señalar a famosos de Hollywood como Tobey Maguire o Ben Affleck como asiduos a sus mesas de juego. El film, no obstante, es mucho más comedido, dejando en la indeterminación los nombres de quienes se dejaban cientos de miles de dólares en el tapete.
El sentido de esta discreción, además de estratégico a todas luces, viene a reforzar el conflicto fundamental de la película: a Molly le ofrecen recuperar su patrimonio y librarse de la cárcel a cambio de desvelar la identidad de sus famosos clientes —entre los que se encontraban, según parece, miembros de las mafias rusa e italiana que por lo visto sólo pasaban por allí—. Molly, delincuente de lo suyo, alcoholizada y drogadicta, tiene el afán de mantenerse íntegra a sus convicciones y no desvelar ninguno de los pecados que le fueron confiados bajo el secreto de confesión que se atribuye a los naipes.
Y ahí es donde a Aaron Sorkin se le va la mano, además de en la duración y de en cierto deje pedante —la alusión a Ulises es doble, tanto al homérico como al joyceano—. El director y guionista no sólo exculpa a su protagonista sino que incluso termina por justificar sus actos en un complejo proceso de búsqueda de figuras paternas, dando al traste con parte de la fuerza femenina de una Jessica Chastain que sencillamente lleva el papel de manera espectacular.
No obstante, el film, construido a partir de saltos temporales que vinculan el drama judicial —con un soberbio Idris Elba en el rol de abogado defensor— con los flashbacks a la infancia y adolescencia de la protagonista, se hace llevadero y entretenido, recordando por momentos al Scorsese de Casino, Uno de los nuestros o El lobo de Wall Street.