En el año 1978 el director John Guillermin se encerró en un barco con el temperamento de Bette Davis, Mia Farrow, Angela Lansbury y Maggie Smith. Por fortuna para él, había tierra a la vista en caso de tener que saltar por la borda, ya que rodaban por aquel entonces la primera versión de la novela de Agatha Christie Muerte en el Nilo. El rodaje, realizado en la localización real, incluía escenas en las Pirámides, el Templo de Karnak, así como el propio crucero por el Nilo donde sucedía la acción. El resultado es una película entretenidísima, con toques de intriga, de humor y la autenticidad de las cosas hechas al fuego lento con que se hacían —no había más remedio— en los años setenta. La nueva versión no tiene nada de eso.



Planteada como una suerte de continuación episódica de la anterior incursión de Kenneth Branagh en el universo de la reina del misterio, Asesinato en el Orient Express, el Nilo se presenta como una aventura más del sagaz Hércules Poirot, en esta ocasión surcando las aguas del río que Herodoto calificó como germen de la vida.
La historia resulta a todas luces conocida: una rica heredera se casa con el prometido de su prima y, durante su luna de miel en Egipto, tiene la mala suerte de quedar encerrada en un crucero junto a una caterva de rencorosos que parecen tener, cada uno en base a sus motivos, la intención de asesinarla. No es ninguna sorpresa que el funesto acto sucederá, única y exclusivamente para que el detective, que casualmente también se encuentra allí, pueda desenmascarar al criminal mediante el empleo de sus legendarias “células grises”.
El principal problema que tiene la obra de Kenneth Branagh es el exceso. Exceso, en primer lugar, de recursos digitales que, más que lograr epatar al espectador consiguen distraerle del realismo de la premisa. Exceso, en segundo lugar, de explicaciones y justificaciones que caen en el absurdo al compararlas con la finura con que la versión antigua dejaba al espectador realizar sus propias especulaciones. Y exceso, igualmente, en un reparto también cargado de rostros conocidos —Gal Gadot, Armie Hammer, Rose Leslie…—, pero que quedan lejos del nivel que tenían los protagonistas del Oriente Express.
A pesar de todo, perdonando los vericuetos del guion, se presenta un caso de intriga bien armado que logra mantener la tensión durante todo el metraje y que tiene una gran virtud: sin dejar de ser fiel a la obra de Christie, dista bastante de la película anterior, lo que le confiere una carga de frescura que agradecerán los fans del género que, seguramente, serán ya conocedores de la versión clásica. Por eso, y por el bigote que luce Branagh, se puede disfrutar.