A diferencia del resto de artes, el cine sólo se produce en el individuo. Mientras que la música, aun cuando nadie la oye, sigue provocando vibraciones en el espacio capaces de hacer retumbar las ventanas; o la pintura, aun cuando nadie la ve, sigue refractando los colores en distintas longitudes de onda, el cine, si no hay una persona que lo vea —gracias a la persistencia retiniana y el fenómeno Phi— no existe. Si no hay nadie mirando, la ilusión cinematográfica se traduciría tan sólo en una sucesión mecánica de imágenes expuestas a una determinada cadencia por segundo. Dicho de otra forma, el cine es una reacción fisiológica que sólo se produce en el organismo de quien lo consume, como la embriaguez del alcohol o el subidón de la droga.
¿Se imaginan que para emborracharnos todos optásemos por llenar de ginebra la piscina municipal?
Sin embargo, pese a ser algo tan extremadamente individualista, la tradición sostenida sobre la lacra tecnológica ha generalizado la idea de que el cine es algo colectivo. Comenzando por los barracones de las ferias, cuando los pases de cine costaban menos de cinco centavos, la única forma de disfrutar del cine era en el espacio compartido, lo cual es, si me permiten, bastante antinatural. ¿Se imaginan que para emborracharnos todos optásemos por llenar de ginebra la piscina municipal? ¿Se imaginan que para colocarnos optásemos por quemar marihuana en el botafumeiro de Santiago de Compostela?
Es cierto que quien sólo ha conocido el consumo colectivo puede encontrar cierto aire romántico en la idea de la sala, en cohabitar el espacio con el prójimo, en compartir el vicio. Es cierto que la sala de cine se niega a sucumbir a las inclementes fauces del tiempo como ya hiciera antaño su más análogo establecimiento —el fumadero de opio—. Nostálgicos de todo cuño y adolescentes siguen acudiendo a la cita de vez en cuando y soportándose en la oscuridad, unos con su idea de disfrutar del cine colectivo y otros con la pretensión de hacer manitas bajo el amparo de una industria que trata, en vano, de perpetuar un sistema con múltiples ventanas de explotación, lo cual no es sino el método institucionalizado para cobrar a la gente varias veces por el mismo producto. Primero en la sala, luego on demand y, si quieres más, en un soporte cuya obsolescencia programada te llegará en pocos años —lo dice uno que conserva doscientos VHS cogiendo polvo—. Afortunadamente los tiempos están cambiando.
Por menos de lo que cuestan dos alquileres en otras plataformas, Netflix te deja jugar con su catálogo completo durante todo un mes
Desde hace ya bastante tenemos los medios y la tecnología para devolver al cine y la televisión al que, por derecho, es su espacio natural: el consumo libre, como el de los libros, como el de la música. Y en ese contexto Netflix es, probablemente, el mayor baluarte de barra libre audiovisual de nuestro tiempo.
Hay otras, es verdad; es cierto que el catálogo no es tan amplio como podía esperarse, y es notorio que llega tarde y de forma sesgada, sin poder emitir siquiera sus propias series de forma completa por los compromisos creados con otros sujetos en la industria. Es verdad. Pero, no obstante, Netflix sigue simbolizando algo a lo que los demás no llegan; sigue siendo emblema de aquello que otorga a la industria cinematográfica su razón de ser hoy por hoy.
La sensación de libertad cuando navegas por el servicio es tan grande que por un momento casi crees que se trata de piratería
Netflix implica libertad. Por menos de lo que cuestan dos alquileres en otras plataformas, Netflix te deja jugar con su catálogo completo durante todo un mes. Te lo ofrece, te lo sirve y te lo promociona con estilo y bajo una premisa tan sencilla como atrayente: tú mandas. Puedes ver lo que quieras cuando quieras. Nada de estar sometido a horarios, pases, programaciones o alquileres; nada de tener que pagar equis o dos equis en función de que quieras ver un estreno o una peli de culto; nada de contenidos «Premium», pases VIP o tener que contratar el fútbol. Y nada de complicaciones. Te registras y empiezas a ver lo que te da la gana donde te da la gana: ordenador, tablet, móvil o incluso la tele. Punto. Tú eliges.
La sensación de libertad cuando navegas por el servicio es tan grande que por un momento casi crees que se trata de piratería. Eso, o que los otros te llevan engañando mucho tiempo, claro. Sólo en el contenido de documentales originales he dedicado ya más tiempo que a las series —y ya saben que soy de series— y me he quedado con la impresión de que, primero, tienen cosas que no se encuentran en otro sitio y, segundo, tienen en su tarifa plana lo mismo por lo que en otros sitios te cobran tres o cuatro euros de alquiler, o te obligan a suscribirte, hacerte usuario premiumdesos o contratar una línea de teléfono. Pero es que, además, Netflix se preocupa por conocer tus gustos y, ojo al dato, producir lo que te interesa. Es el Walter White de los videoclubs online: te da lo que quieres y, si no lo tiene, te lo hace.
La cosa es que, una vez conquistado este espacio, ¿cuánto tardarán las compañías emergentes en dar al traste con la marquetería de las ventanas? Ya Netflix ha hecho algunos tientos de estrenar alguna película antes de que llegue a salas, ganándose el rechazo de toda la cadena de la industria. Es lógico, porque «la industria» se vería perjudicada. Quitando la sala y las ventanas de la ecuación al final sólo se beneficiarían los creadores y, claro, eso daría al traste con todo.