Es innegable que Jordan Peele se ha convertido en un autor de referencia del llamado “terror elevado”, etiqueta absurda para distanciarse de las propuestas más comerciales. Su primer largometraje, Déjame salir, revolucionó el género tanto por su buena factura como por el sentido social de su premisa. Su siguiente largometraje, Nosotros, a pesar del hype, no estuvo al mismo nivel aunque se deducía también un interés por mostrar temas novedosos. Pero su tercero, a pesar de las alabanzas que no para de recibir, creo que está muy lejos de la senda.



Daniel Kaluuya interpreta a Otis «OJ» Haywood Jr., el heredero de un rancho dedicado a la cría y doma de caballos para el cine. El negocio no pasa por su mejor momento. Los motivos son fundamentalmente dos: por un lado, cada vez se emplean menos animales reales en las producciones cinematográficas y, por otro, la extraña muerte de su progenitor, que fue impactado por una moneda caída del cielo, ha hecho perder al negocio el empuje empresarial que antaño tenía.
Su rancho está relativamente cerca de un espectáculo puesto en marcha por Ricky «Jupe» Park (Steven Yeun), que es famoso, entre otras cosas, por ser el único superviviente del ataque de un mono amaestrado durante el rodaje de una sitcom en los años noventa. Aprovechando la cercanía, Otis empieza a venderle sus caballos a Jupe, con la esperanza de poder recuperarlos cuando la situación económica mejore.
Ambos jóvenes empresarios son testigos de algo inaudito: un objeto volador no identificado ha aparecido en el cielo, y parece haberse quedado a vivir por la zona. Otis, junto a su hermana Emerald, tratarán de documentarlo en vídeo, pues creen que ese descubrimiento podrá favorecerles en el negocio. No obstante, cada vez que el OVNI se acerca todos los aparatos electrónicos dejan de funcionar, por lo que saben que van a necesitar un equipo de grabación más complejo.
La premisa de la película de Jordan Peele resulta interesante y su ejecución, como es habitual en el director, es limpia y precisa. Sin embargo, la historia termina por quedarse solo en eso, en la premisa. Ninguna lógica sustenta las acciones de los personajes, que parecen correr a ocupar las casillas del ajedrez humano que el guionista ha dispuesto para ellos con la única pretensión de que el resto del engranaje siga funcionando.
Las normas del mundo posible que establece Peele navegan entre lo arbitrario y lo indefinido, y tal vez por ello no tenga inconveniente en saltárselas en cuanto tiene ocasión. El relato salta de un extremo a otro, apoyándose en personajes instrumentales que, en algún caso, duran apenas pocos instantes en pantalla (¿quiénes son esos niños bromistas? ¿la otra supeviviente del mono qué aporta en esa grada? ¿de verdad era necesario el motorista sorpresivo para lanzar un mensaje a la audiencia?).
En definitiva, se trata de un popurrí de ideas con muy poca conexión entre ellas, que además saltan del terror (la historia del mono) a la ciencia ficción sin ninguna solución de continuidad. Se trata, en suma, de un film heterogéneo que además peca de excesiva grandilocuencia, lo que hace a uno preguntarse si realmente está ante otro ejemplo de “terror elevado” o ante lo contrario.