Establece la Real Academia que “objeto” es sinónimo de “cosa”; y “cosa”, según el mismo diccionario, es algo inanimado, contrario al ser viviente. “Objetificar”, si la recogiera el diccionario, sería, por tanto, algo así como darle a algún sujeto las cualidades de un objeto. O, dicho de otro modo, privarlo de su identidad como ser viviente y pasar a considerarlo un bien de consumo, algo con lo que se puede comerciar, comprar, vender… o algo que, en un momento dado, se puede perder.



Mario trabaja como operario de un almacén de objetos perdidos. En sus manos terminan cosas olvidadas en los asientos del metro, en los bancos de los parques, en cualquier cafetería o taxi, o en cualquier regato o riachuelo. Él, que es un manitas, trata de reparar las piezas rotas, lograr rearmar lo que está desarmado, o devolverle a cada cosa un ápice de su olvidada dignidad. Tal vez por ello, cuando cae en sus manos una maleta con el cadáver de un bebé en su interior, Mario no puede quedarse quieto. Es imposible. Lo tiene que remediar.
A través de los enseres y documentos que acompañan el diminuto esqueleto, Mario es capaz de dar con una casa en el barrio pijo de la ciudad. Va allí haciéndose pasar por lo que no es, y obtiene cierta información sobre lo que no debe. Esto le anima a seguir su particular investigación, aunque para ello tenga que meterse donde solo unos pocos podrían, o se atreverían.
Encuentra a la madre de la criatura en un burdel clandestino camuflado en hotel de alto standing, y todo parece encajarle a la perfección. Para designar a las mujeres que ejercen la prostitución de lujo, que es la misma que la otra pero con sábanas más caras, hay un sinfín de eufemismos: scort, masajista, chica de compañía… quizá “objetos” sea también uno de ellos.
La madre tiene acento argentino y los ojos claros. Su hija, fruto de la trata, murió en el vuelo en dirección a España. No se sabe si fue o no facturada como equipaje, pero lo cierto es que no tuvo otra sepultura que el interior de una maleta arrojada al río. Tal vez a los niños robados también los llamen “objetos”.
Jorge Dorado pone imágenes a un guion de Natxo López que retrata con enorme crudeza una realidad social soterrada. La película desarrolla un viaje emocional que se acompasa con las imágenes, opresivas y enclaustradas primero, abiertas y expansivas al final.
La obra presenta algún problema de trasfondo y algún bajón de ritmo. La química entre los protagonistas tampoco es tan intensa como sugiere la historia. No obstante, la película se sostiene sobre una premisa de enorme potencia que justifica de sobra acudir a la sala.