


Que Tarantino es un gran dialoguista no puede negarlo nadie. El diálogo en sus escenas tiene la particularidad de, con un ritmo y una parsimonia inconfundibles, sostener la tensión dramática marcada por las situaciones. A través de las palabras, el director es capaz de desarrollar y llevar adelante toda una trama con sus giros, cambios y sorpresas, pagando tan sólo el precio de tener que hacer a casi todos sus personajes igual de elocuentes. El problema es que el cine bien hecho es mucho más que diálogo.
Probablemente el propio Tarantino lo sepa. Un hombre que ha mamado todo el cine de videoclub de la historia y que dice admirar tanto a Ford como a Leone —hasta el punto de contratar a su músico de cabecera— no puede pasar por alto el detalle de que ellos eran capaces de narrar tanto o más con muchísimo menos: menos sangre, menos violencia y, sobre todo, menos palabras. Para muestra sólo uno de los miles de ejemplos que Tarantino trata de copiar [aquí].
Los Odiosos Ocho es un western de salón; un ejercicio de pirotecnia dialéctica que niega al género todo lo que le es propio. ¿Un western en un solo emplazamiento, interior, cerrado y en la nieve, sin más peripecia que el diálogo? No creo que Ford o Leone estuvieran de acuerdo. Sobre todo cuando además el diálogo es tramposo, recela del espectador y juega a engañarle sin tapujos.
Los Odiosos Ocho plantea la premisa de un cazador de recompensas que lleva a una asesina ante la justicia para que la ahorquen. Una ventisca le obliga a permanecer junto a varios compañeros de viaje en una tienda en mitad del camino. Poco a poco se desvela que alguno de los integrantes de la comitiva está compinchado con la rea y va a tratar de liberarla al tiempo que afloran en el interior del establecimiento todas las rencillas del folklore estadounidense: la guerra de secesión, el conflicto racial y la preeminencia de la ley natural sobre el derecho.
Pasando por alto la sorprendente previsión de los villanos, que parecen contar ya de antemano con que un tiempo inclemente obligue a los protagonistas a refrenar su viaje, el desarrollo de todo el conflicto se materializa en una verborrea donde el espectador es el más perjudicado. No sólo no sabe nada de nadie, sino que lo poco que sabe de cada uno resulta ser mentira, truco de salón.
El final exagerado y sanguinolento no es sino marca de la casa, propio del Tarantino de siempre
Los integrantes del elenco teatral mienten, se callan información relevante para escupírsela luego al respetable con el fin de acrecentar artificialmente la tensión. Pondré un ejemplo. En la magnifica escena inicial de Malditos Bastardos la tensión está sembrada desde el momento en que un coronel de la SS atraviesa el umbral de un campesino en la campiña francesa. El diálogo amable y aparentemente poco trascendental sirve de contrapunto dramático y permite dilatar el tiempo sin que se pierda un ápice de interés hasta que el espectador descubre que el campesino esconde a sus vecinos judíos bajo el suelo. Así, conocedor de la bomba debajo del asiento, el espectador se revuelve en el suspense de una escena donde la tensión se mastica aunque tan sólo hablen de la leche, los apodos de uno o de otro, o si se puede o no fumar en pipa. En Los Odiosos Ocho el entramado es completamente el contrario. El espectador no sabe absolutamente nada; ni hay tensión sembrada ni se le ofrece la menor ventaja informativa que acreciente la tensión. Simplemente tenemos a varios hombres compartiendo un espacio, y no descubrimos que son enemigos hasta instantes antes de que uno mate al otro y porque se toman la molestia de explicarlo en voz alta apenas un segundo antes de disparar.
Si es todo interior, ¿para qué quieres 70mm, Tarantino?
Quienes hayan visto la película saben a qué me refiero. [Van spoilers, puedes saltarte este párrafo] El flashback loco de la tortura del hijo de general llega en el momento del conflicto —¡qué gran prólogo habría sido!—; la historia del letrero de los mejicanos y los perros llega en el momento del enfrentamiento —¡cómo nos hubiera gustado saberlo antes!—; la pertenencia de la asesina a una banda se verbaliza justo cuando la banda aparece —¡haberlo dicho desde el comienzo!—, y así hasta la misma presencia del personaje interpretado por Channing Tatum, que surge de la nada justo cuando hace falta.
Pese a todo, el filme se hace entretenido a pesar de sus dos horas y pico de metraje. La interpretación es más que solvente, y el final exagerado y sanguinolento no es sino marca de la casa, propio del Tarantino de siempre, que no puede evitarlo; el Tarantino de la serie Z, el grindhouse y la lógica pulp.
Pero esto decepciona, claro. Sobre todo cuando se ha querido —o eso ha declarado el director— volver a la época del cine contrario a la serie Z, la serie A, la fetén, el cine espectáculo, con los 70mm y toda la parafernalia, como si Los Odiosos Ocho pudiera hacerle sombra a Los Siete Magníficos. Si es todo interior, ¿para qué quieres 70mm, Tarantino? Ay, Leone, perdónale porque no sabe lo que hace.
Me flipa la crítica, viendo la película no dejaba de pensar en los más que cuestionables diálogos y en la falta de tensión.