Según ha reconocido la actriz Drew Barrymore, mundialmente famosa desde la infancia tras aparecer en E.T. en 1982, a los doce años comenzó a consumir cocaína, a los diez se fumó su primer porro, y desde los nueve compartía copas con su madre en el Studio 54 de Nueva York mientras rodaba Ojos de fuego, película basada en la novela de Stephen King, y film que “remakea” la nueva versión de Scott Teems bajo el sello Blumhouse (Paranormal activity, Insidious, Déjame salir…)



La actriz de doce años Ryan Kiera Armstrong recoge el relevo de Barrymore en el papel protagonista: una niña fruto de un matrimonio de personas “mejoradas” a través de un experimento genético. Los padres de la pequeña pueden predecir el futuro, leer y manipular la mente de las personas, y lanzar objetos por los aires sin necesidad de tocarlos. La pequeña, además de todo eso, también tiene el don de lanzar llamas y provocar explosiones a voluntad.
Los problemas son evidentes. A la falta de control que tiene la joven sobre sus superpoderes —en pleno desajuste emocional de la adolescencia— se une un conflicto de mayor enjundia: una agrupación científica quiere darle caza, tanto a ella como a sus padres, desde el nacimiento de la niña con la finalidad de experimentar y, en última instancia, emplearla como armamento. Por ello, sus padres tratarán a toda costa de que no sea capturada por sus perseguidores, aunque ello suponga tener que hacer daño con sus poderes a personas inocentes.
Aunque no resultaba complicado superar en calidad e interés la obra original, lo cierto es que la película de Scott Teems carece del encanto ochentero que rebosaba en la versión de Barrymore. La película, que tiene en Zac Efron a un inesperado padre primerizo, parece que pretende ser lo que no es: un blockbuster nostálgico con aires a Stranger Things. No obstante, se queda muy floja en todos sus paramentos, tanto narrativos como estéticos, con una historia raquítica, una sucesión emocional sorprendentemente plana —a la niña poco o nada le afectan las muertes de sus seres más cercanos—, y unos efectos visuales poco adecuados al avezado ojo del espectador contemporáneo.
A pesar de ello, no deja de tener de fondo las resonancias de las obras de Stephen King, y además cuenta con un aliciente particular: la banda sonora la firma, entre otros, el director de cine John Carpenter, reconocido por la industria como uno de los fundadores indiscutibles del terror moderno. Por ello, con estos maestros del miedo respaldándola, conviene echarle un visionado mientras sea posible.