Uno de los estrenos que nos ha llegado sorpresivamente este verano ha sido la propuesta de Starz Outlander. Como habrán adivinado, se desarrolla en los campos de Escocia en un tiempo remoto. Bueno, en dos.
O, si me apuran, incluso en tres, ya que Outlander también narra en flashback algún episodio de la infancia de la primera actriz, Claire Randall. Recién terminada la II Guerra Mundial la protagonista, que ha participado del conflicto como enfermera —más que enfermera, casi como doctora de guerra—, viaja con su marido a las Tierras Altas de Escocia como segunda luna de miel. La pareja está tratando de «reencontrarse» después de pasar separados los cinco años de la guerra. No obstante, algo extraño sucede: mientras visita unas ruinas megalíticas, de pronto, se ve transportada al pasado. Concretamente a 1743.
La progresión dramática del primer episodio de Outlander se organiza de tal modo que se minimice todo lo posible el impacto que sería de esperar en una persona que de sopetón se despierta un día en medio de un campo en pleno siglo XVIII, aunque confía mucho en que el espectador ponga también de su parte. Por eso siembran todo lo que pueden en el primer acto. Claire comienza su andadura en la guerra, mostrando su pericia médica en el campo de batalla, luego viaja a Escocia con su marido, a la sazón profesor, que deja caer varios datos históricos y efemérides sobre el lugar. Después de un encuentro misterioso y de ser testigos de un ritual pagano, la protagonista se lanza a la aventura en el pasado, donde es rápidamente rescatada por un grupo de highlanders. De inmediato muestra sus conocimientos médicos para arreglarle un hombro dislocado al más guapo del grupo —sembrando así un vínculo emocional y ganándose el respeto de la pandilla—; muestra sus conocimientos sobre la historia local salvando al equipo de una emboscada, y denota su capacidad de liderazgo al convertirse, en el lapso de una jornada, no ya en una camarada más sino en un ente de autoridad al dirigir las operaciones para curar al guapo de una herida de bala. Ya saben, todo lógico después de lo que nos habían enseñado al principio.
Estamos ante una adaptación de las novelas de Diana Gabaldon, una saga llamada Forastera que ha venido millones y millones de copias; ha dado de sí para ocho novelas, seis recopilaciones de relatos cortos, un spin off de nueve títulos y otras piezas como novelas gráficas. Antes de conocer siquiera sus datos de audiencia, la cadena ya ha renovado para una segunda temporada sólo a partir de la acogida que ha tenido la serie entre los fans de la saga literaria, que son muchos, así que no estaríamos desacertados si concluyéramos que vamos a tener Outlander para rato.
Aunque pudiera parecer que la cuestión guerrera y las luchas territoriales y de poder son el eje de la propuesta, la premisa de la serie, sin embargo, es la romántica. El cartel es bastante explícito en ese sentido, no estamos ante un Juego de Tronos. Claire, que ama a su esposo del futuro, de pronto se enamorará de su esposo del pasado, valga la paradoja. ¿Será así en todo su recorrido a lo largo de Outlander? Pero no se dejen engañar por el tono de melodrama: estamos ante una propuesta que presenta a una protagonista femenina fuerte, formada y dueña de sus actos —tiene iniciativa sexual, conduce su propio coche…—, aunque el rigor histórico la ubique en tiempos y sociedades que no le permitan mayores libertades. Sí, como en Doctora Quinn.
La producción es muy respetable: abundancia de exteriores, buena fotografía, ambientación cuidada y efectos digitales medidos —tengan en cuenta que tienen que «reconstruir» algunos castillos—. Lo único negativo de Outlander, además de la parsimoniosa presentación de los credenciales de la protagonista, es la agobiante e insulsa voz en off que narra literal y literariamente todo el primer episodio. Todo. Todo el tiempo. No soy un detractor acérrimo de las voces en off, pero creo que normalmente, salvo cuando están de acotación inicial para datos de contexto histórico, sobran, o deberían sobrar. Si la narración audiovisual precisa de una voz en off que explique al espectador lo que está sucediendo es que no se está manejando correctamente el lenguaje del cine. Eso, o que se considera al espectador directamente estúpido. Y no sé qué es peor.