


Casi como queriendo promocionar la película que retrata parte de su vida, Francisco Paesa, el llamado espía español «más famoso y oscuro», reapareció coincidiendo con el estreno en la portada de la Vanity Fair. Fue dado por muerto en 1998; se le recuperó la pista en 2005 y ahora, octogenario, resurge como un pincel con su traje azul, su inagotable cigarro y tras unas gafas de sol de las que no se separa. Sus delitos en España han prescrito; dice seguir en activo; que su única vinculación con los GAL fue coincidir con José Amedo en un burdel en Bilbao, y que conoce el color de las bragas de la reina de Inglaterra de una vez que le invitaron a Balmoral y las vio tendidas en el jardín. Pero centrémonos en la ficción cinematográfica.
España, años noventa. El director general de la Guardia Civil, después de verse implicado en varios escándalos, se fuga con mil quinientos millones de pesetas sustraídos de las arcas del Estado. Para lograr ocultarse pide ayuda a un viejo conocido del sistema, Paesa, exespía, traficante de armas y mentiroso profesional que ve en la oportunidad que se le brinda la opción de resurgir de sus cenizas y vengarse del gobierno que nunca le pagó lo prometido por su colaboración en la lucha contra ETA. Tirando de sus contactos y sus recursos, Paesa logra ocultar a Roldán en París durante más de trescientos días, vendiéndolo posteriormente a la justicia española. El dinero robado sigue en paradero desconocido.
Alberto Rodríguez plantea un relato «de ficción inspirado en hechos reales» —según declara al comienzo de su obra— que, sin embargo, transpira tanta realidad que casi se podría tildar de documental. La factura visual es soberbia y el trabajo de los intérpretes sencillamente atraviesa la pantalla. Eduard Fernández construye un Paesa opulente y mastodóntico, intrigante y seductor, que arrastra al espectador con el encanto de los capos del hampa cinematográfica. Es un villano, falso y traicionero, con quien resulta difícil empatizar pero que, de algún modo, te envuelve en la columna de humo de tabaco que lleva a su paso. Por su parte, Carlos Santos da vida a un Roldán más humano que deleznable; triste, frágil y cateto, sobrellevado en las alas de un buitre sin saberlo.
El problema de la película reside, más que en ella misma, en su lejanía con el público. Quienes vivieran la época y la historia podrán reconocer caras, portadas y titulares. Hay cierto elemento de nostalgia en las imágenes de informativos; en los Mercedes de la época; en la tinta impresa sobre la pasta celulosa de los diarios. La historia tiene un regusto al Chacal de Zinnemann, con su Ducados, su gabardina y su espía de bajo fondo y antiglamour proletario. Pero si el público no se reconoce en las imágenes de archivo, resulta un filme distante. Al fin y al cabo estamos ante una magnífica película con un magnífico guión y un suculento botín que, mucho me temo, se sigue contando en pesetas.
http://www.circdelacultura.com/acte/37184/el-hombre-de-las-mil-caras
Un peliculón! además creo que este género, en España al menos, da mucho juego
Espero que se lleve muchos Goyas!