Los seis episodios de la serie británica Peaky Blinders me han llegado como caídos del cielo.
Supongo que como a todo el mundo. Se ha hablado poco, pero paulatinamente esta serie emitida en el mes de octubre en la BBC está en el boca oreja de todos. Y no es para menos. Los Peaky Blinders son una banda criminal asentada en el Birminghan de 1919 que se dedica, entre otros robos, a las apuestas ilegales en las carreras de caballos. Aunque son quienes controlan la zona, lo cierto es que su líder, Tommy, atormentado héroe de guerra, tiene aspiraciones: quiere expandir el negocio, y hacerlo por la vía legal, por lo que tendrá que vérselas con otras bandas rivales. Para complicar más el asunto, de pronto cae en sus manos un cargamento de importancia: armamento pesado militar, lo que despertará el interés del IRA así como del mismísimo Winston Churchill, que envía a un agente especial de Belfast para recuperar el cargamento y, de camino, lidiar con el IRA y los bolcheviques ocultos en la zona obrera del canal.
Las comparaciones son odiosas. Está claro que las similitudes con Boardwalk Empire son evidentes, tanto por la temática como por el periodo presentado. No obstante, hasta ahí. El resto de la serie no tiene nada que ver, empezando por la duración de la temporada —seis episodios bien hechos—. Mientras que la serie norteamericana retrata un ambiente de alto standing, la producción británica se centra en las clases bajas, y además lo hace, en mi opinión, con mucho más tino que la producción de Scorsese. Lo siento. Me la creo más. Y creo que la clave está en la suciedad.
Así es. En Peaky Blinders no se van a encontrar relucientes paseos marítimos sin una puñetera cagada de gaviota, ni abrigos de corte perfecto sin una sola mancha de grasa en los bajos. No. Peaky Blinders es sucia. Se desarrolla entre fábricas de ladrillo rojo, con calles adoquinadas donde se amontona el carbón de los hornos. Hay suciedad y hay realismo. Nada de personajes histriónicos sacados de la manga; nada de mayordomos paródicos como recurso de humor. La serie cuida los detalles al máximo, incluyendo el acento cerrado de los protagonistas, con parlamentos completos en gaélico —imprescindible subtítulos—. La puesta en escena es igualmente impecable. La fotografía impresiona y cautiva desde el primer instante, y la interpretación es francamente encomiable —salvo la de Sam Neill, que se me atraganta—.
Me ha gustado especialmente el papel de la mujer en el relato. Además de no tener ningún desnudo injustificado —nada de escenas de bañera a lo Boardwalk—, los personajes femeninos que aparecen en la trama tienen en común una extraordinaria fortaleza, y no solo lo digo por la jefa del clan. Es cierto que retrata un periodo en el que el estatus de la mujer varía históricamente: después de haber tenido que tomar las riendas de los turbios negocios familiares durante la guerra, la situación de las bandas se ha convertido en un auténtico matriarcado. No. Me refiero al papel de peso que tienen todas las secundarias femeninas en la historia: no son acompañantes, no son víctimas, no son floreros. De hecho ellas son las que sostienen las tres tramas principales del asunto.
Junto a eso, una virtud que para muchos, según leo, se convierte en una crítica, es la falta de violencia en el planteamiento dramático. Desde luego, al tratarse de una historia de gánsters, la carga de violencia de la serie es realmente ínfima comparado con lo que tuvo que haber en realidad —sí, está basada en bandas reales y personajes reales—. Personalmente lo veo como una virtud. Primero porque se supone que quieren que empatice con un protagonista traumatizado por la guerra que quiere limpiar el nombre de su familia y operar legítimamente dentro de la legalidad; y segundo porque considero que para convencerme de que un personaje no tiene escrúpulos no creo que sea necesario que lo tenga que ver matando gente a lo loco en cada escena —sin mencionar que es una serie emitida en una cadena pública—.
El punto flaco que le veo a la serie es su ritmo, que en ocasiones se hace un poco cuesta arriba. Es un tanto lenta, y se recrea demasiado en su por otra parte magnífica puesta en escena —sobran planos a cámara lenta de la banda caminando con sus trajes por el barro como en un anuncio de Armani—. Es verdad que muchas tramas están más verbalizadas que enseñadas, y es posible que alguna no termine de cuajar del todo bien en el conjunto de la historia, pero pese a eso merece mucho la pena. Además está el contrapunto musical: no se esperen gramolas, la banda sonora la firman The White Stripes, Nick Cave, Tom Waits y otros. Sin duda una ruptura con el planteamiento realista de todo lo demás, pero una ruptura muy acertada, sobre todo para retratar los mismos barrios de la ciudad que décadas más tarde vería nacer el punk o el heavy metal.
Ya la han renovado por una segunda temporada. No se la pierdan.