


Con la muerte de un abuelo se termina la infancia. Probablemente se trate de la primera pérdida cercana que experimenta un adolescente en su vida y, probablemente también, si la relación era muy estrecha, suponga un golpe de extraordinaria dureza. La obra de Tim Burton, aunque se envuelve en un empapelado de aventura y fantasía, se sostiene sobre esta premisa y su consecuencias: el afán por devolver la vida a un ser querido y los peligros de aferrarse a un tiempo pasado, tratando de embalsamar la infancia para preservarla de una adultez devoradora.
Cuando su abuelo muere en extrañas circunstancias, una psicóloga recomienda a los padres de Jake que lo lleven de viaje a la remota isla en el mar de Irlanda donde el anciano decía haber pasado su infancia. El joven está convencido de que las viejas historias que le contaba su abuelo sobre un orfanato de niños con «poderes mágicos» son absolutamente ciertas y, según la psicóloga, enfrentarse a la realidad del lugar le ayudará a pasar página y a superar su pérdida. El giro de la cuestión se da cuando, una vez en la isla, el joven Jake descubre que las historias efectivamente eran ciertas: el orfanato de su abuelo existe escondido y preservado en un bucle temporal. El problema es que está en apremiante peligro.
La película presenta de este modo el afán del director por congelar la infancia en un instante. Los niños perdidos de Burton tienen su Nunca Jamás en un bucle temporal infinito custodiado por una rígida institutriz, pendiente siempre de poner orden en el tiempo y de proteger a sus criaturas del acoso de los «huecos», unos seres demoníacos personificados como adultos que ansían devorar los ojos —o la mágica visión del mundo— de los pequeños. La pieza sostiene su interés sobre la trama de la maduración de un adolescente que, después de perder a su abuelo, tiene que enfrentarse al dilema vital de encontrar su propia «particularidad», al tiempo que se le da la opción de avanzar en su vida o quedarse en el limbo infantil para siempre.
No obstante, pese al hondo regusto de los temas que presenta, la ejecución, privada de esa premisa mágica, se siente un tanto automática. Casi pareciera que el director, que sigue manteniendo la impronta y los ramalazos de genialidad que le hicieron crecer en los ochenta, va a la dirección como quien va a la oficina. Ejecuta con más o menos parsimonia un relato eminentemente narrado por boca de los protagonistas que a menudo se pierde en bajones de ritmo con largos episodios explicativos encaminados, sin duda, a que el espectador llegue a comprender la intrincada trama. La estridencia de Samuel L. Jackson al crear un villano sin la menor justificación moral para sus fines, en esta ocasión, tampoco ayuda. Eso sí, visualmente es de lo más atractiva.