

No es descabellado afirmar que las novelas de la escritora Agatha Christie son, en su mayoría, meramente instrumentales. Las tramas de intriga bosquejadas por la autora, sin duda originales y enrevesadas, centran su interés fundamentalmente en la necesidad de resolución del enigma. Los personajes viven por y para dar justificación a tal conflicto, y su trasfondo se ciñe enteramente a él, como las piezas de un juego de mesa o los jugadores de un deporte de equipo: sin el tablero, sin la cancha, carecen de sentido y función. Esto, sin embargo, no es óbice para que tales libros puedan ser disfrutados con deleite por todos los lectores, en parte porque todos los jugadores que posiciona la británica sobre la pista saben cumplir perfectamente su función en el partido.
La nueva adaptación de la autora que llega a las salas —la segunda en un año después del Orient Express de Kenneth Branagh—, está dirigida por Gilles Paquet-Brenner y sigue la estela de las versiones cinematográficas clásicas que llevaron a la pantalla los textos de Christie en los setenta y ochenta. El film reúne un plantel de artistas conocidos —Glenn Close, Terence Stamp, Christina Hendricks, Gillian Anderson…—; sitúa la trama en una localización de alta cuna acotada en tiempo y espacio pretéritos —una endogámica familia de la nobleza británica a mediados del siglo pasado—; y ubica el misterio en torno al asesinato de un potentado en el interior de una laberíntica mansión. No obstante, a pesar de cumplir con el canon, la versión de Paquet-Brenner se aleja del nivel de sus predecesoras por faltas que van más allá de prescindir del mayordomo.
El principal problema de La casa torcida es que los jugadores de este partido han salido al campo completamente desganados.
El principal problema de La casa torcida es que los jugadores de este partido han salido al campo completamente desganados. La historia, sumida entre el artificio fotográfico y la pose exagerada, asienta el peso de su recorrido sobre las espaldas de un detective inexperto y sin muchas luces que, además, no es capaz de generar el menor apego ni química con la audiencia. Su falta de carisma choca con la impostura del resto de secundarios y termina por acrecentarla, llegando a rozar por instantes la parodia. No ayuda, igualmente, la acuciada necesidad del guión por delegar en los diálogos el interés narrativo de las acciones y descubrimientos, lo que ralentiza el devenir de algunos pasajes.
Solo Glenn Close y su afilada mirada logran aportar al juego de intriga un poco de interés y sospecha, manejando con astucia la ambigüedad de un personaje que eclipsa por completo al protagonista en cuanto comparten plano.