


Tras triunfar en el Festival de Cannes y hacerse con la Espiga de Oro en el de la SEMINCI de Valladolid, ha llegado a nuestras carteleras una película tan pequeña y humilde que casi causa sonrojo descubrir su belleza y pulcritud; una película que realiza un alegato sobre la verdadera bondad del ser humano y su sacrificio; sobre la soledad, el sentido de la existencia y la muerte. Porque Rams (El valle de los carneros) se desdobla en un sinfín de matices espolvoreados en los detalles sencillos, cotidianos y domésticos.
En un remoto valle de Islandia, dos sexagenarios pastores de carneros conviven linde con linde a pesar de mantener un odio mutuo que se ha prolongado durante cuarenta años. Ambos crían y explotan una raza autóctona de ovejas como su único medio de vida. Cuando se convoca un concurso local destinado a valorar la calidad de sus piezas, uno de ellos detecta una temible enfermedad bobina en algunos ejemplares. Avisadas las autoridades veterinarias, inmediatamente se obliga el sacrificio de todos los rebaños del valle para cortar de raíz la epidemia, pero esto supone enormes pérdidas para todas las familias que trabajan el ganado en la zona, además de una profunda crisis emocional para ambos pastores que ven morir, junto a su ganado, la principal razón de su existencia. Señalado por su vecino como el culpable de su desgracia, el pastor que detectó la enfermedad vivirá atemorizado por las manifestaciones de violencia de un dipsómano y mal encarado compañero de viaje que, para mayor castigo, no es otro que su propio hermano.
Con una factura visual impecable, el largometraje de Hákonarson plantea un conflicto tan inmortal como potente: la inquina entre dos hermanos que, ya en la senectud, siguen alimentando una desavenencia crónica que les impide dirigirse la palabra el uno al otro. Sólo con varios tragos de alcohol en sangre son capaces de mantener algo parecido a un diálogo, si bien éste suele ser escopeta en mano. La historia tendrá su giro fundamental cuando el más razonable y menos temperamental de ambos cometa la imprudencia de salvar algunas cabezas de ganado del matadero y las esconda en su sótano. El amor que ambos profesan hacia estos animales será el único gozne que permita alcanzar un entendimiento y desenterrar, si acaso, un ápice de amor fraterno.
Un final abierto deja la obra aparentemente inacabada para que el espectador decida por su cuenta si acaba bien o mal; si la comunión de ambos protagonistas se produce en un retorno al útero materno o sobre la fría estela de la tumba. En el camino, eso sí, hemos aprendido algo sobre la vida y las pasiones; sobre la bondad, la soledad y el amor verdaderamente bien entendido. Una lección de vida. No dejen de verla.