


Corría el invierno de 1692 en la costa de Massachusetts cuando la pequeña Abigail Williams, de once años, y Betty Parris, de nueve, empezaron a mostrar síntomas de lo que, a ojos del doctor local, era un caso evidente de brujería.
Las niñas no tardaron en acusar a varias mujeres del pueblo, iniciando una ola de histeria colectiva que terminó con veinte supuestas brujas en el cadalso. La causa de los males, según se ha conocido posteriormente, podría ser haber empleado centeno fermentado en la elaboración del pan, lo cual puede causar alucinaciones.
El caso, mundialmente conocido como «los juicios de Salem», pone de manifiesto el riesgo de las comunidades ante el fanatismo religioso y la sugestión. Ambientada tres siglos más tarde, la película de Amenábar se vale de la misma premisa para ilustrar un nuevo brote de histeria colectiva, esta vez en Minnesota.
Una joven acusa de manera formal a su padre de haber abusado de ella sexualmente. El progenitor, un exalcohólico que ha abrazado la religión para superar la muerte de su esposa, no recuerda haberlo hecho, pero se entrega a la policía pues tiene dudas sobre su propia realidad. Tras una sesión de hipnosis le vienen a la memoria imágenes confusas que parecen apuntar hacia actividades satánicas. La hija, que muestra marcas de cruces invertidas en su cuerpo, respalda el relato y destapa las prácticas de lo que parece una secta organizada en cuyos rituales se cometen infanticidios entre otros brutales crímenes bajo la aparente dirección de una inquietante abuela. El detective encargado de investigar el caso se verá envuelto en una espiral de medias verdades, paranoia y sugestión en la que implica a un compañero del cuerpo, cuya culpabilidad está empeñado en demostrar.
La premisa, en principio potente, se va deshilachando, algo a lo que no ayuda una interpretación aséptica
Seis años ha tardado el director español en volver a ponerse tras las cámaras. Su anterior producción, Ágora, también apuntaba hacia los peligros del fanatismo religioso en lo que parece ya una constante en su filmografía. En esta ocasión, en cambio, encauza un thriller en el sentido ortodoxo del término que, sin embargo, no termina de cuajar. La premisa, en principio potente del relato, se va deshilachando conforme avanza el metraje, algo a lo que no ayuda una interpretación aséptica por parte de una pareja, Watson y Hawke, con escasa química. La resolución final, en último término, supone igualmente un jarro de agua fría para un espectador que espera, en vano, un segundo giro que cierre mejor el relato.