


La abuela ha desaparecido. No hay rastro de ella. Hace varios días que nadie la ve. Cuando su hija y su nieta llegan a la casa donde la anciana vive sola encuentran notas colocadas en todos los rincones: tomar la pastilla, cerrar el grifo… Hace tiempo que vienen notando que ya no es la misma. Recientemente, de hecho, se inundó media casa cuando se le olvidó que iba a darse un baño. El hijo del vecino, que solía visitarla de vez en cuando, ya no va a verla. La última vez que fue lo encerró en un armario y se le olvidó que estaba allí durante horas.
La casa está muy deteriorada. Además de los crujidos y sonidos metálicos propios de las construcciones antiguas, hay manchas de humedad que abarcan paredes enteras. Los armarios están llenos de cajas, ropa y trastos olvidados acumulados de cualquier forma. Moho negruzco, suciedad, abandono.
Y de pronto la abuela vuelve. Aparece una mañana preparando el té; descalza y con los pies hinchados, con marcas de barro de haber pasado varios días en el campo. Tiene magulladuras, y la mirada perdida. No recuerda dónde ha estado. O no lo quiere decir. Solo insiste en que alguien entra por las noches en la casa; que alguien entra a través de los armarios y se deja las luces encendidas.
Conforme avanza la trama, la película de James se eleva a un tono cada vez más metafórico y profundo.
De las combinaciones posibles en el género terrorífico, probablemente la más inquietante de todas sea la de juntar a ancianos seniles con casas encantadas. La primera película de Natalie Erika James, que además de dirigir también firma el guion, acierta de lleno con la premisa. La inquietud de no saber si el relato de la abuela es fruto de algo sobrenatural, de su cabeza perdida o de ambas opciones mantiene en vilo al espectador durante todo el film. Se une a ello la particular e inquietante premisa que juega a unir en el mismo personaje vulnerabilidad y peligro; indefensión y agresividad.
Pero la obra no se queda ahí. Conforme avanza la trama, la película de James se eleva a un tono cada vez más metafórico y profundo. No se trata de una obra de sustos gratuitos o maldiciones demoníacas; no hay una trama al uso, con una narración que cierre al derrotar al monstruo final. En vez de eso, hay un viaje emocional y realista. La autora propone una reflexión femenina sobre la vejez, el paso del tiempo y el abandono a través de la convivencia de tres generaciones de mujeres bajo el mismo techo con tres visiones antagónicas de la vida, la dependencia y las responsabilidades: una joven que empieza a descubrir las deudas que tiene con su madre; una madre que se percata del daño que ha ocasionado su ausencia, y una abuela que, entre sus fotos antiguas, se ha dejado notas para recordarse a sí misma que hay alguien que la ama.