Durante el rodaje de la segunda parte de El motorista fantasma en Rumanía, es sabido que el actor Nicolas Cage se escapó una noche del set para visitar las ruinas del Castillo Poenari. Ubicado en Valaquia al borde de un acantilado, se disputa con el Castillo de Bran haber sido en el medievo la verdadera residencia del príncipe Vlad Drăculea, figura histórica que inspiró —en parte— al personaje de Drácula. Se cree que Nicolas Cage pasó la noche allí, al raso, “para sentir la energía del lugar”.



No es raro, por tanto, que a la hora de buscar a quien encarnase el Drácula más histriónico y pasado de vueltas de todos cuántos ha habido —incluyendo el Condemor de Chiquito de la Calzada— se optase por el emblemático actor, único susceptible de ser considerado un género en sí mismo. No obstante, Drácula no es el protagonista de la película de Chris McKay. Por primera vez, el centro del drama lo ocupa el que siempre ha sido el segundón por excelencia del canon de Stoker llevado al cine: Renfield.
Siervo, secuaz, mayordomo… lo cierto es que el personaje de Renfield se puede señalar eminentemente cinematográfico. En la novela, aunque tiene un gran peso, es un paciente del manicomio con tendencia a comer insectos que entabla contacto con Drácula ya avanzada la historia. El cine, que es más deudor de las adaptaciones teatrales de la novela que de la propia novela, le otorga un protagonismo mucho mayor comenzando por la primera versión norteamericana del clásico —dirigida por Tod Browning en habla inglesa y por George Melford en habla hispana de 1931—, donde Renfield es realmente la primera víctima del conde en el relato, quedando a su merced como siervo.
Consciente de este bagaje, la película de Chris McKay toma imágenes y detalles del clásico de Browning e inserta en ellas las figuras de Cage y de Nicholas Hoult, actor que protagoniza esta historia, realizando de este modo un singular y hermoso homenaje al género de terror y a su inmortal Príncipe de las Tinieblas.
Después, y aparte de esto, la película es una chabacanería cargada de disparos, patadas voladoras, peleas, explosiones y una violencia tan extrema, sanguinolenta y exagerada que pretende causar la risa. Y, de hecho, lo consigue, pues la película de Chris McKay no está pensada para ser tomada en serio.
Ahora bien, hay que destacar que, pese a todo el histrionismo y el maquillaje a lo Marilyn Manson de Nicolas Cage, su aproximación al monstruo de Bran Stoker se hace desde la dignidad y el respeto, demostrando una vez más que la comedia e incluso la parodia puede hacerse sin desfigurar los mitos y emblemas del séptimo arte.