


Mort (Wallace Shawn) es un escritor frustrado que solía dar clases de cine europeo. Está casado con Sue (Gina Gershon), una representante de artistas del ámbito cinematográfico. Por trabajo, ella tiene que ir al Festival de Cine de San Sebastián, pues representa a un joven director (Louis Garrel) que es la sensación del momento. Mort la acompaña, pero no tanto por vivir la magia del festival como para descubrir si las sospechas de que su mujer se la pega con el director son ciertas.
Estando allí, el hipocondriaco escritor empieza a tener una serie de sueños que parecen estar dirigidos por los grandes autores del cine clásico europeo, y que le provocan una preocupante molestia en el pecho. Asustado, decide acudir a un cardiólogo local por recomendación de un amigo y descubre a una doctora de la que se queda prendado. De este modo, mientras su mujer tontea con el director, él buscará la manera de propiciar encuentros con la doctora, fingiendo toda clase de dolencias.
El sugerente juego con los sueños en blanco y negro del protagonista permiten, a un tiempo, la ácida comparación entre la época dorada del circuito de festivales de clase A y el homenaje cinéfilo del director —se apropia de la estética de Buñuel, de Godard, de Bergman, de Fellini…—
Rifkin’s Festival presenta todos los ingredientes de cualquier obra de Woody Allen. El protagonista trasunto de él mismo; la comedia asentada sobre diálogos chispeantes; el enredo de celos y romance… Y además se une a la ya habitual estela de película de viajes del director, que tiene en esta ocasión a España, de nuevo, como localización y centro del enredo. No obstante, se aprecia, además, una crítica subyacente hacia el cine comercial y su proceso de venta.
El contexto del Festival de San Sebastián le sirve al director neoyorquino como una excusa narrativa para presentar un ambiente devorado por el marketing de eslóganes vacíos, superficiales ruedas de prensa donde conviven las preguntas de cotilleo con las propiamente cinematográficas —señor director, ¿qué hay de su relación con fulanita? ¿es verdad que se ha comprado un velero?—, y una sucesión de encuentros, cócteles, cenas y almuerzos con mayor interés comercial que artístico.
Frente a esta realidad, el sugerente juego con los sueños en blanco y negro del protagonista permiten, a un tiempo, la ácida comparación entre la época dorada del circuito de festivales de clase A y el homenaje cinéfilo del director —se apropia de la estética de Buñuel, de Godard, de Bergman, de Fellini…— hacia los clásicos europeos, entre los que se atreve a colar a Orson Welles.
La película, que no despunta más allá de la media de las últimas piezas del director, cumple su cometido de entretener y engatusar durante una liviana hora y media. Eso sí, con su ejercicio de metalenguaje —no en vano, la película de Allen ha abierto el último Festival de San Sebastián—, el neoyorquino plasma una declaración de amor hacia un tipo de cine de sala y alfombra roja que se vislumbra cada vez más pretérito.