


En el afán de Disney por sacar el máximo jugo de la fruta galáctica que han comprado, a finales del año pasado llegaba a las pantallas una historia aparentemente tangencial dentro del culebrón familiar de Star Wars. Vendida como un mero episodio con más explosiones que fundamento, la historia se antojaba desde el tráiler como una sucesión de efectismos visuales para dar cabida a un reparto interracial e intergenérico que acrecentara las ventas de juguetes entre los nichos de mercado cada vez más y más variopintos. No obstante, probablemente sin saberlo, han terminado haciendo un drama bélico con un trasfondo lo suficientemente interesante y una ejecución lo suficientemente lúcida como para que Rogue One se tenga que situar por derecho entre las mejores entregas del relato.
El filme, mitad spin-off mitad precuela, narra los acontecimientos del comando rebelde que logró, con éxito, robar los planos de la temible Estrella de la Muerte. Como es sabido, este hecho permite a Luke Skywalker tomar contacto con su mentor Obi Wan, enrolarse entre los pilotos de la Rebelión, y destruirla en el Episodio IV: Una nueva esperanza (George Lucas, 1977), llamando así la atención tanto del mismísimo Emperador como de su más fiel secuaz, el malogrado Darth Vader, y dando origen a la saga en sí. No obstante, la cuestión no se queda en mera parafernalia aventurera, y las aristas que presenta el filme enriquecen tanto su propia narración como, si me lo permiten, el conjunto del resto de películas del culebrón galáctico.
Una heroína
El primer punto diferenciador con el resto de filmes de la saga que, en mi opinión, eleva la presente historia por encima de las demás es el hecho de presentar a una protagonista femenina que no es un mero objeto a rescatar —ni la princesa en la fortaleza del mal, ni la reina que precisa protección—, sino el sujeto rescatador. Su conflicto interno se construye en el mismo prólogo del filme, cuando la protagonista, todavía niña, ve como el Imperio secuestra a su padre y lo fuerza a construir el temible ingenio de destrucción planetaria. Ella, que queda en manos de un grupo terrorista —así los denominan los propios miembros de la Resistencia Rebelde—, completará su formación en off y no la volveremos a ver hasta pasados quince años, ya convertida en una soldado.
En efecto, mientras que el resto de filmes de la saga ha contado una y otra vez la misma historia de forja del héroe desde que es un mero granjero/esclavo/sintecho y abandona su mundo ordinario hasta que logra superar la seducción del mal (o no) y convertirse en guerrero Jedi (o Sith), en esta ocasión el planteamiento ofrece un refrescante y sustancial cambio: la heroína ya está formada; ya sabe luchar; ya tiene madurez y criterio suficiente como para ser independiente. Y además es mujer, lo cual no es asunto menor en una saga donde este género brilla por su escasa presencia.
La narración, por tanto, se aleja de las premisas del aprendizaje del guerrero —descartando, igualmente, la necesidad de mentores y oráculos— y se sumerge en una constante peripecia hilvanada, según me ha parecido, con suficiente tino como para hacerla interesante. Cada hito lleva al siguiente; cada escalón es más complejo que el anterior, y cada nueva etapa del conflicto se torna más y más dificultosa para una protagonista que no tiene ayudas del Más allá —no hay voces en sueños ni sables láseres olvidados que aparezcan casualmente en su camino—, y cuyos únicos apoyos son, además, de poca confianza.
El fin del romance
El primer acto que realiza el coprotagonista del filme, que es del bando de «los buenos», es asesinar a sangre fría a un compañero. El personaje interpretado por Diego Luna aporta una interesante ambigüedad. Es el encargado de escoltar a la protagonista en su misión de rescate de su padre —el ingeniero de la Estrella de la Muerte—, pero también es el encargado de llevar a cabo un plan menos loable: debe matarlo en cuanto lo vea. Por supuesto, el crimen inicial está sembrado sólo para que podamos llegar a creer que el «bueno» de la historia puede cumplir tan funesto designio.
Casi se podría decir que los realmente villanos del asunto son los pequeño-burgueses que componen la Rebelión
La duda, por supuesto, viene de la mano del amor. El espectador resabiado ya es conocedor de que lo único que puede desviar al soldado-sicario de su misión es el enamoramiento que inevitablemente surgirá entre los dos bajo el resplandor interestelar en sus viajes por las galaxias. Y puede que sea así, pero sólo por su parte.
No hay romance en Rogue One. No hay besos ni caricias. Tan sólo algunas miradas que, con una sutileza impropia de un filme que está más cerca de Rambo que de Love Story, podrían sugerirle al espectador la idea de una emoción más profunda. Y ahí, de nuevo, otro de los puntos fuertes del filme: el amor, si es que lo hay, es en cualquier caso amor contenido ante lo ominoso de la guerra, y sugerido sólo para la mirada del espectador dispuesto a descubrirlo.
Traumas imperiales
Uno de los grandes problemas de la saga Star Wars es que los contrincantes están por completo desdibujados. En los filmes canónicos siempre se presenta al Imperio como unos villanos sin escrúpulos y con armamento y poderes suficientes para someter al resto, pero poco más. No se sabe realmente qué persiguen, ni se sabe tampoco qué peligro suponen en realidad. No parece que haya discriminación racial en el Imperio; no parece que haya esclavismo ni campos de exterminio ni nada parecido. De hecho, casi se podría argumentar que, frente al caos de la anterior República, el Imperio trae consigo por fin orden y prosperidad —al tío Owen o a Lando Calrissian no parece irles mal hasta que toman contacto con la Rebelión—. No olvidemos que, según se aprecia en el Episodio I: la amenaza fantasma (George Lucas, 1999), la República sí era una mescolanza racista de reinos antidemocráticos, confederaciones autónomas y caciques locales esclavistas sin mayor seguridad que la que proveía una orden teocrática con independencia jurídica que fundamentalmente pasaba del tema —recordemos que incluso el bueno de Qui-Gon Jinn apostó con la vida de un niño esclavo que casi se mata en una carrera de vainas presidida por un capo local—. Igualmente, si tomamos en consideración que todos los desmanes de la Estrella de la Muerte, con sus probables millones de víctimas colaterales, se apuntan siempre hacia objetivos militares; y que el Imperio mantuvo cierto resquicio democrático con el Senado en funcionamiento durante al menos diecinueve años —la institución se suprime oficialmente en el Episodio VI—, casi se podría decir que los realmente villanos del asunto son los pequeño-burgueses que componen la Rebelión.
Rogue One, en cambio, aporta una perspectiva diferente al tema. Los rebeldes no son tan buenos, y los villanos tienen cierto atisbo de humanidad. Todo el entramado de conflictos que dan lugar a la trama del filme parten de un mismo nexo común: la frustración de un gerifalte imperial que ve como, pese a ser quien está detrás del ingenio definitivo de destrucción, no se colman sus expectativas de promoción y reconocimiento; un alto mando del Reich que es continuamente ninguneado por sus superiores y que, a la postre, termina provocando con sus malas decisiones el que será, en películas posteriores, el fin del Imperio.
Ya no quedan Jedis
Poco antes del instante más climático de toda la saga galáctica —el «yo soy tu padre»—, Darth Vader le corta un brazo a Luke Skywalker. Se trata de un elemento recurrente a lo largo de todas las películas que viene a sembrar distintos paralelismos en el proceso de trasformación del protagonista en Jedi/Sith y que supone, aunque no lo parezca, un nexo de unión paterno filial. Sin embargo, lo interesante del asunto a menudo pasa por alto: con el brazo, Luke también pierde su espada.
El sable láser azul, aquel que le entregase Obi-Wan como herencia de su desaparecido padre, se perdió entre los conductos de ventilación de la Ciudad de la nubes sin que la sucesión canónica de filmes le diera ningún seguimiento. En las películas posteriores, Luke porta una espada hecha por él mismo de color verde que viene a respaldar una vez más la fantheory de que es realmente un Sith encubierto. El asunto no es menor. En el séptimo episodio de la entrega, la joven Rey recibe como regalo del Cosmos la dichosa espada azul que a saber cómo ha llegado hasta ella, generando una de las grandes invenciones sin sentido incógnitas de la saga.
El único integrante del bando protagonista que es sensible a La Fuerza es un monje ciego que tiene como única arma una vara de madera
Rogue One, que se plantea inmediatamente antes de los acontecimientos del Episodio IV tiene, por tanto, en este punto, las cartas bastante marcadas. Supuestamente sólo quedan cuatro sables láser sin custodiar por el Imperio: el de Anakin, el de Obi-Wan —ambos en poder de este último—, el de Yoda allá donde esté y, por supuesto, el temible sable rojo de Darth Vader. Si quieren ser fieles a su propia literatura, no puede —o no debe— existir ningún otro Jedi en la Galaxia de Rogue One. Pero, sin embargo, lo hay… o casi.
El único integrante del bando protagonista que es sensible a La Fuerza es un monje ciego que tiene como única arma una vara de madera, y esto me parece, de nuevo, una magnífica solución. No sólo porque respeta al dedillo la idiosincrasia de todo el planteamiento galáctico. También porque elimina de un plumazo todas las ventajas sobrenaturales de los caballeros Jedi. Reconozcámoslo: tener una espada que detiene los proyectiles, poder mover cosas con la mente, así como controlar la voluntad de los demás son tantas ventajas que eliminarlas de la ecuación no sólo enriquece el relato sino que además incrementa el interés sobre cualquier monje guerrero.
La nostalgia de la Hammer
Entre los sacrilegios que los fans han señalado para denostar el filme, junto con la ausencia de títulos en perspectiva para sobre explicar la trama o el comedimiento con las fanfarrias de John Williams, está el hecho de haber traído de entre los muertos el ánima del fallecido Peter Cushing.
Cushing es uno de esos actores clásicos forjados en la factoría de la Hammer y partenaire redundante de Christopher Lee en infinidad de filmes, si bien siempre con un puntito, si me permiten, de mayor versatilidad que el gigante Lee pues, mientras que este hacía normalmente siempre de villano —salvo contadas excepciones—, Cushing alternaba sus roles. Lo mismo era el implacable perseguidor de Drácula que el malvado Frankenstein, dejando a menudo su rol en la ambigüedad moral más absoluta. La presencia de ambos en el canon galáctico, además de la producción europea de ambas empresas, vincula indefectiblemente ambos universos literarios en la mente de los fans más acérrimos.
El filme pule, abrillanta y repara los problemas del viejo vehículo galáctico con mucho más acierto que los apósitos digitales que añadió Lucas
El resurgir de entre los muertos del personaje del General Tarkin no sólo es fiel, de nuevo, al entramado dentro de la historia, sino que supone un acercamiento que me resulta loable, tanto por el talento invertido en el resultado final, como por el respeto mostrado hacia quien en vida ya fue un icono de la saga. ¿Quién si no podría haber sido el Comandante de la Estrella de la Muerte?
Revalorización de los clásicos
Pero, de todo, probablemente lo que más me ha gustado de Rogue One es que revaloriza a toda la saga. La citada ausencia de rótulos en perspectiva al comienzo de la historia me ha parecido al tiempo una declaración de intenciones —esto no es un libro, aquí se narra la historia con imágenes—, y una acción bastante lógica: Rogue One es, en definitiva, la historia inaugural de donde beben todas las posteriores —no en vano, los títulos en perspectiva que abrían el filme de 1977 no hacen sino narrar los acontecimientos de Rogue One—. Es el precedente inmediato, incluso de los episodios I, II y III que no hay que entenderlos sino como un flashback de la narración principal, que es la historia de Luke.
Además, Rogue One está fundamentada casi en exclusiva como una justificación del deux ex machina del episodio posterior, por lo que, vista en su contexto, el filme pule, abrillanta y repara los problemas del viejo vehículo galáctico con mucho más acierto que los apósitos digitales que añadió Lucas en los noventa y en los dos mil con la única intención de hacer caja. Casi da la impresión de que van a ser las generaciones que han tenido la obra fundacional en su acervo infantil —Gareth Edwards, el director del filme, tiene 41 años— quienes realmente sepan continuar esta novela río sin faltarle al respeto, primero, a la literatura precedente y, segundo, a los incondicionales de la historia, que somos muchos.
Me gustó mucho, bastante más que ese remake encubierto que fue el episodio VII y casi tanto como El retorno del Jedi (los episodios IV y V son palabras mayores).
Eso sí, vistas las imágenes de uno de los trailers y el culebrón de la grabación de tomas adicionales para aligerar el tono, uno se pregunta cómo sería el director’s cut de Gareth Edwards…
PD: aprovecho para reivindicar la loable versión de ‘Godzilla’ de Edwards. A mi parecer, un blockbuster dignísimo, de esos que se hacían en los 80; espectacular, divertido, elegante y trabajado.