Tras el arrebato del Solomillo español y la crisis futbolera de los Huevos de tortuga, el otro día por fin logré mi objetivo de ir, por afán y empecinamiento, a ver un estreno a una sala de cine. Llevaba tiempo queriendo recordar la experiencia, y el estreno de El Hombre de Acero me brindó la oportunidad. No sabía lo que me esperaba.
Reconozco que antes pensaba que el cine era la menos social de todas las actividades sociales. La gente se reúne, sí, comparten lugar, asientos y experiencias, no obstante, no las comparten realmente: no se habla; no hay intercambio de pareceres ni opiniones, no hay relación social. ¿O sí? El otro día descubrí cuán equivocado estaba. ¡El cine es todo compartir!
Empecé a darme cuenta en la cola para comprar la entrada, que últimamente, seguramente por la crisis del sector, resulta ser la misma que para comprar palomitas. Esperando allí, entre zagales, pude compartir con todos los presentes un rato de lo más agradable que por nada del mundo me habría perdido. El cotilleo de uno, el tejemaneje de la otra… Se pasaron volando los quince minutos que tardé en comprar una simple entrada, tanto, que me animé también a llevarme palomitas y cocacola para asegurarme de que todos los que esperaban detrás de mí solo para comprar la entrada tuvieran la misma suerte que había corrido yo. El precio fue lo de menos: una experiencia social así no se paga.
El cine es social a más no poder. Se nota especialmente cuando entras en sala con el programa empezado —por la demora en la taquillaquiosco— y tienes que molestar a toda una fila de personas para alcanzar tu sitio, por supuesto el más arrinconado posible. Disculpe, perdón… Se preguntarán si me perdí la película, pero en absoluto: antes de que empiece el film ponen trailers y, ojo, spots publicitarios. Supongo que tener una audiencia cautiva encerrada en la sala que ha pagado por estar allí es buen reclamo para los anunciantes, así se aseguran que nadie cambie de canal. No obstante, la molestia a los compañeros de bancada es recíproca: no tarda en llegar algún zagal con los que hemos intimado indirectamente en la taquillaquiosco que te pisa y arroja encima parte de su merienda. Toda una experiencia social.
Sin embargo, no hay momento de comunión más íntimo que compartir el pan, aunque solo sea olfativamente. En efecto, nada más empezar la película, nuestro compañero de viaje —el que tenemos a la vera con su codo pegado al nuestro como buenos hermanos— no tarda en hacernos partícipe de su secreto mejor guardado: una hamburguesa escondida en algún lugar de su ropaje, en el bolso de su novia, bajo su abrigo o quién sabe dónde, que no duda en devorar con ahínco y ferocidad canina mientras nos la pasea por las narices, como queriendo compartirla, como incitándonos a que le pidiéramos que nos dejase darle un mordisco. ¿Qué hay más social que eso? En comparación, el hecho de tener que esquivar el moño de la niña del asiento de delante para ver la pantalla, aunque nos pille torcida, es apenas una anécdota social.
Debo desdecirme de lo que escribí sobre la incapacidad de tuitear lo que se ve en pantalla. Yo estaba convencido de que era imposible, inviable… que ir al cine suponía una desconexión total de las redes sociales y de internet. ¡Qué equivocado estaba! Durante el film, más de uno y más de dos prójimos no dudaron en tuitear lo que estaban viendo. Lo sé porque tuvieron la precaución de no tapar la luz de la pantalla de sus iphones, para que todos lo supiéramos, por supuesto, para compartir doblemente lo que fuera que quisiera compartir. Uno de ellos después se encargó de remarcar que estaba en el cine cuando contestó una llamada… Maravillosa interconexión de almas. Maravillosa sociedad.
Cuando acabó la película —malísima— volví a mi casa pensando en Fangoria, y en Sartre, y en Jor-El. Me senté en el sofá, justo enfrente de la tele. Casualmente empezaba una película. Pulsé el botón de mi viejo reproductor de DVD para que emitiera el sonido por el Home Cinema que me trajeron los reyes cuando acabé la carrera, me descalcé, y entonces comprendí perfectamente a qué se refieren todos los que dicen que como en las salas, el cine no se ve ya en ninguna parte.
Pero tú a qué cines vas, criatura??? Jajaja, en Coruña eso no pasa. Aunque reconozco que voy más bien por semana, y a pelis que no va ni cristo… igual es por eso 😛