Kevin Williamson malvivía en Los Ángeles tratando de ganarse las lentejas con el mundo del cine. Con poco dinero, y viendo su futuro cada vez más oscuro, una noche decidió escribir un guion on-spec, es decir, sin que nadie se lo encargase —ni fuera a pagarle por ello— inspirándose en un crimen local. Lo tituló Scary Movie, y en él vertió todas cuantas referencias pudo al cine de género que tanto amaba.



Por una chanza del destino, el guion cayó en manos de Miramax, la productora del vilipendiado Harvey Weinstein, que lo compró por cuatrocientos mil dólares. Weinstein contrató a un veterano también en horas bajas. Y así fue como Wes Craven terminó rodando una historia que homenajeaba, entre otras, su propia filmografía y que llevó el título final de Scream.
Veinticinco años y varias secuelas después, con la original convertida en película de culto, ahora llega a la salas la quinta entrega de la saga, primera sin Craven pero con el reparto original para narrar, de nuevo, una trama conocida y repetida hasta la extenuación: un asesino enmascarado anda suelto por el en absoluto apacible pueblo de Woodsboro matando adolescentes sin motivo aparente.
El slasher tiene el inconveniente de que sus hechuras son ampliamente conocidas, y ampliamente previstas por todos los fans del género, sea cual sea la saga. De ahí que cada vez los giros y recursos tengan que ser más y más rebuscados para sorprender, aunque sea tibiamente, al respetable.
A este hecho se une otro: vivimos en la época de la regurgitación cultural. La repetición de la repetición, el homenaje constante y la búsqueda interminable de un público que nunca desaparece, solo se transforma. De ahí que la última entrega de la saga juegue a la pirueta de unir bajo el mismo techo argumental a dos generaciones: los millenials de la película original y los centenials que aspiran a ser nuevas víctimas. Claramente, la pretensión es también unirlos bajo el techo de la sala de cine.
Y ahí es donde la película juega bien sus cartas: en vez de tomarse en serio, opta por desvelar el cartón; por hacer evidente su metaficción aludiendo de paso a la situación actual de la industria en general y del género de terror en particular. De este modo logra lo impensable: que el público se entretenga con la quinta entrega de la que probablemente sea la saga más redundante de todas cuantas hizo en vida Wes Craven —e hizo bastantes—.
Así pues, el balance, después de todo, es positivo. Nada tiene ni de sorprendente ni de llamativo. Terror, también bastante poco. Pero es que no quiere ser original; quiere ser, como los propios protagonistas enuncian, una “recuela”.