


Pasa en las mejores casas. La otra noche en Masterchef Junior el cocinero multiestelar Quique Dacosta enseñó a los pequeños finalistas un plato que básicamente consistía en hacer una bola de gelatina con media patata, cinco granos de maíz, cinco trocitos de aguacate, el agua de un mejillón y medio langostino. Por supuesto, la elaboración se demoró por una hora larga y el resultado, a pesar de lo escaso del bocado, parecía sin duda digno de las tan aclamadas tres estrellas Michelín. Con Sherlock me parece que últimamente está pasando algo parecido: mucha elaboración para tan poca sustancia.
Después de la última temporada emitida me he quedado con la sensación de que a Sherlock le consentimos cosas que en otras series nos harían abandonar. Quizá se trate de que partimos de la base de que él es más inteligente que nosotros, o quizá sea cosa de una excelente puesta en escena y un arriesgado a la par que sorprendente montaje. Lo cierto es que he terminado notando que, en cierta forma, han cogido la mala costumbre de meternos en un laberinto de paredes de cristal que no se sonrojan en romper a las primeras de cambio para llevarnos a algún lugar que gire, que trastoque y que nos confunda sin importar que el resultado no tenga, en el fondo, el menor sentido.
Lo más grave, no obstante, me parece la poca consistencia que está adquiriendo la serie hacia sí misma. No sólo por la traición a los personajes que nos presentaron en el comienzo, sino por la constante llamada a las temporadas pasadas, con un Moriarty sempiterno que quieren resucitar a toda costa. Menos mal que les queda todavía algo de pudor.
——A partir de aquí los spoilers——
La traición al canon
Siempre he defendido que el Sherlock de Moffat ha venido siendo la adaptación más fiel de todas las que se han hecho al espíritu del personaje inventado por Conan Doyle. Esto puede parecer una barbaridad a oídos de los puristas. No en vano el personaje literario original pertenece al último tercio del siglo XIX, vive en las bulliciosas calles del Londres victoriano y va de caso en caso en aquellos birlochos de dos ruedas que patentó Joseph Hansom mientras que el personaje en boca de Benedict Cumberbatch vive y se mueve en la city actual. No obstante, hay un detalle del original que el Sherlock moderno respeta mejor que todas las demás adaptaciones: es contemporáneo a sus lectores.
La historia del detective que solucionaba los problemas más intrigantes más rápido y mejor que la policía se ha terminado convirtiendo en un culebrón familiar de poco recorrido
Los suscriptores del The Strand Magazine vivían mes a mes un encuentro literario con un personaje que, por lejano que pueda parecernos ahora, era para ellos un hombre de su tiempo. El Sherlock Holmes original era un estudioso moderno, urbanita, amante de la ciencia y, si me apuran, de la tecnología que conocía. El relato de sus andanzas se cuenta para los lectores que primero le conocieron como la narración de las aventuras casi reales de un personaje prácticamente coetáneo. Cuando Doyle lo mató desesperado por su éxito, dicen que los londinenses lucieron crespones de luto como si hubiera muerto un amigo, un vecino, un familiar.
La ficción de Moffat respeta este parecer hasta el extremo de haber logrado revalorizar un clásico y, en ocasiones, haber sabido llevar a la pantalla adaptaciones modernizadas de relatos clásicos de difícil adecuación al mundo actual. Watson escribe un blog, Sherlock lleva teléfono móvil. ¡Así lo habría escrito Doyle de nacer ahora! La transgresión temporal no atenta sino que respalda la premisa del personaje y del propio canon. Y este respeto ha venido siendo así salvo en las últimas entregas por un cruento detalle: en el original, Sherlock no va sobre Sherlock.
Realmente, atendiendo al canon original, se sabe muy poco sobre el propio Sherlock Holmes. Se conoce a su hermano mayor y acaso se especula con la existencia de otro; se sugiere qué ha estudiado y se incita a pensar que pudo tener algún tipo de pasado en algún lugar alguna vez, pero poco más. Las tramas de sus relatos se centran en casos en su mayoría externos a él mismo o que, de alguna forma, terminan salpicándole. No hay, que yo recuerde, ningún trauma de infancia; ni se aborda en demasía sus problemas psicológicos si es que los tiene. En los textos, Watson observa a Sherlock y Sherlock analiza el Mundo, dando siempre la oportunidad al lector de poder averiguar la resolución de algún caso extraordinario —o al menos de intentarlo—.
La práctica totalidad de los episodios emitidos desde su primera aparición en el primero de la tercera temporada han versado de una o de otra manera sobre Mary
Pero en las últimas entregas de la serie Sherlock prácticamente no hay problema que no toque de cerca al personaje o a sus allegados. La historia del detective que solucionaba los problemas más intrigantes más rápido y mejor que la policía se ha terminado convirtiendo en un culebrón familiar de poco recorrido que incluso cae en el insulto de inventarse una hermana secreta olvidada por todos incluyendo —y por eso lo de «insulto»— su propia madre.
Y la culpa de todo la empezó teniendo Mary.
Mary, maldita Mary
Mary Watson era un personaje que nunca debió existir. Conan Doyle seguramente se dio cuenta tarde y por eso la fue eludiendo hasta terminar eliminándola obscenamente en off entre relato y relato. No solo suponía un obstáculo en la dinámica habitual de las tramas de la pareja detectivesca, sino que además su sola presencia introducía un conflicto tan profundo y marcado que amenazaba con despojar al protagonista de su posición en el drama. Y esto resulta enormemente injusto. En los textos de Doyle apenas aparece y la causa de su muerte es ignorada.
Mary, como ya sabrán, esconde tantos secretos en su pasado de espía como capítulos quieran inventar. Obviamente, el solo intento de justificación se descompone al instante.
Por ello no es de extrañar que en una serie en pleno siglo XXI hayan querido reparar el daño y se hayan dado de bruces con el mismo problema narrativo que seguramente quitara el sueño al creador allá por 1890. Mary, por lógica, es un personaje que termina inundándolo todo, ocupándolo todo, absorbiéndolo todo. De entrada, su premisa es mucho más interesante que la del propio Watson, que no es sino un mero narrador para engañar al lector. Con unas capacidades consuetudinariamente mermadas por la época y el género, su sola disposición entre ambos protagonistas habría sido una fuente de conflictos de primera categoría que terminarían inequívocamente eclipsando al propio Sherlock. ¿Acaso la iban a tener justificadamente relato tras relato encerrada en casa con el macramé mientras su marido va por ahí resolviendo misterios? No. Eso ya no valía en la folletinesca época victoriana y por supuesto mucho menos en un obra actual. Mary no es Dulcinea. Mary, si está, tiene que estar con todo.
Tal vez por este motivo la práctica totalidad de los episodios emitidos desde su primera aparición en el primero de la tercera temporada han versado de una o de otra manera sobre ella —bueno, todos excepto el último, claro—. Y, tal vez, de su vampirización de la serie se derive la funesta al tiempo que inevitable resolución: se la han quitado de encima, como Doyle, aunque con más impronta y consecuencias.
Casi me atrevería a decir que en Penny Dreadful jugaron mejor la baza de dejar a Drácula para la última temporada como villano final
Es lógico, hablando fríamente. Al fin y al cabo Sherlock ha pasado de solucionar problemas de la policía a solucionar problemas personales; y de solucionar problemas personales a solucionar problemas de Mary. Porque Mary, como ya sabrán, esconde tantos secretos en su pasado de espía como capítulos quieran inventar. Obviamente, el solo intento de justificación se descompone al instante. Sorprende que el propio Sherlock, que investigó a fondo a la novia de su compañero antes de la boda, no diera con más secreto que otro enamorado a quien amedrentó en la víspera del enlace; sorprende que la acción de Mary como agente estuviera tan cerquita del círculo de acción de Mycroft y que este no diera en ningún instante la voz de alarma; sorprende, en definitiva, que hayan querido tejer un trasfondo tan rebuscado a un secundario cuya aportación principal no es canónicamente otra que la de castradora moral de su marido. Mary, el personaje, nunca debió existir.
La hermana mala
Tampoco me parece ningún acierto ofender a la audiencia con muertos que reviven y hermanas siniestras sacadas de la chistera. Con respecto al primero —me refiero, por supuesto, a Moriarty—, su sola presencia en el último capítulo, así como las salpicaduras que ha ido dejando en las temporadas precedentes, parece no ser más que un triste recordatorio de tiempos mejores cuando realmente existía un antagonista definido y a la altura del astuto detective. Quitado de en medio la cosa se complica. Quizá porque han batmanizado en demasía al héroe, o quizás porque los fans ansían tanto el exabrupto villanesco que no han podido satisfacer la demanda sino con remedos continuos del archienemigo criminal. ¿Tanta importancia tiene acaso Moriarty en el canon que merece salpicar las tramas incluso después de muerto? Casi me atrevería a decir que en Penny Dreadful jugaron mejor la baza de dejar a Drácula para la última temporada como villano final con el Diablo.
Pero lo de la hermana se lleva el premio. El último episodio emitido, aunque interesante en cuanto a relato y narración, se fundamenta sobre algo que roza lo el mayor de los absurdos: Sherlock tiene una hermana pero no lo recuerda —nótese la ironía que implica esto en Sherlock—; una mujer cuyos padres y hermano nunca han mencionado y que, según parece, recluyeron en una prisión de máxima seguridad en mitad de una isla del océano de donde, a pesar de todo, sale y entra a placer, se deduce, para tejer sus artimañas, seducir a Watson en los autobuses y engañar a su hermano amnésico. Pensándolo fríamente, después de ver el episodio final da la impresión de que la hermana mala secreta de Sherlock ha pasado qué sé yo el tiempo confabulando y organizando una yincana de trampas en mitad del Alcatraz donde la tienen —o se tiene— para cuando a su hermano pequeño le sonara el nombre y le diera por ir a verla. Y además lo ha hecho todo sin que nadie se entere, a lo genio del mal.
Incluso la extinta Irene Adler tiene en la serie un componente romántico que no se atisba en el canon original
De este asunto me molesta realmente, en el fondo, dos cuestiones acaso tangenciales. La primera es la trampa al espectador con información desconocida por todos y la obligación de tener que pasar por el aro de creer aquello que se nos presente. El abre la boca y cierra los ojos de toda la vida, pero en versión serie de la BBC. La segunda es más nociva y tiene que ver, de nuevo, con Mary.
Da la impresión, visto lo visto, de que además de los roles de enamorada (Molly) y madre (Mrs. Hudson), las mujeres en Sherlock son la causa de todos los males. Al menos así lo muestran los tres únicos personajes femeninos con más o menos peso en la ficción. Holmes y Watson serían mucho más felices en general si ninguna de ellas se hubiera cruzado en sus vidas, tanto en lo épico como, sobre todo, en lo emocional. Incluso la extinta Irene Adler tiene en la serie un componente romántico que no se atisba en el canon original: no es amor lo que el Sherlock de los libros le profesa a La Mujer sino admiración porque es la única que, según él, ha estado a su altura intelectual. Femmes fatales a su modo. Nada nuevo bajo el sol.
La tuerca enloquecida
Decía al comienzo que los episodios de Sherlock son un poco como cocina gourmet. No es tanto el producto como la elaboración, la presentación, el emplatado. Es cierto que el género se fundamenta en ocultar información a los ojos del espectador; en ser capaces de poner el dato sustancial ante la mirada de una audiencia embelesada y que les pase por alto; en esconder entre líneas las motivaciones ocultas y las ejecuciones imposibles. No obstante, me parece que últimamente se está cayendo más en el «marear la perdiz» que en el trampantojo visual.
Tiene una producción, interpretación y postproducción de factura impecables.
Sherlock tiene una producción, interpretación y postproducción de factura impecables. Da envidia ver cómo una serie pública británica se atreve a plantear artificios formales arriesgados, así como a llevar al extremo las convenciones del lenguaje visual en pos de una narración a su vez compleja. Su relato embelesa, cautiva y sorprende, y lo hace a sabiendas y con maestría.
Mi única queja en este sentido es que se emplee la confusión generada por un montaje pirotécnico para esconder trampas de trama, o para lograr hacer que el espectador comulgue con extremos harto ilógicos. La suspensión de la incredulidad es una fina aliada que puede pasar del amor al odio en cuestión de frames.
Me da la impresión, tras ver la última y más que esperada temporada, que Sherlock ha llevado una deriva hacia la irracionalidad que ha terminado culminando en una propuesta cada vez más histriónica, cada vez más rebuscada y cada vez más alejada del Baker Street original. No obstante, en caso de haber una quinta temporada —parece que la mala relación entre los protagonistas la está poniendo en duda— probablemente sigamos cayendo en el vicio de dejarnos llevar por la montaña rusa que quiera inventarse Moffat. No podemos evitarlo. Al fin y al cabo Sherlock es nuestro niño mimado.