


Dicen que las buenas películas son capaces de contarnos algo que no sabíamos sobre nosotros mismos; de ponernos ante dilemas que nunca nos habríamos planteado y, en consecuencia, de sorprendernos con el descubrimiento de una faceta desconocida de nuestra propia personalidad. Si Dios quiere plantea un dilema de este corte en su premisa, si bien pronto la hondura moral de la propuesta deja paso a una historia un tanto predecible.
Tommaso es un cardiólogo de prestigio admirado tanto por su equipo como por su familia. Él, hombre seguro de sí mismo, paga con la moneda de la altanería a todo el que le rodea. Es grosero, hiriente y profundamente irrespetuoso con los demás. Pero, como tiene un alto concepto de sí, se considera liberal y de mente abierta. Por ello, cuando sospecha que su hijo mayor va a anunciarle al clan familiar su homosexualidad, toma la iniciativa de preparar a todos en aras de la integración, el apoyo y el respeto hacia la libertad sexual de su vástago. No obstante, el anuncio que les hace el primogénito no tiene nada que ver con su orientación sexual. Cuando Tommaso oye de boca de su hijo que quiere ingresar en un seminario para convertirse en sacerdote todo su falso progresismo se pone a prueba.
Decidido a sabotear el plan de su retoño, da con la que él cree que es la causa de la fascinación del joven con la Iglesia: un párroco moderno, dinámico, cercano a los jóvenes y con dotes de telepredicador parece haberle lavado el cerebro. Después de investigar tirando de sus contactos, Tommaso descubre que el cura, en su juventud, estuvo varias veces en prisión por delitos menores. Creyendo haber encontrado su talón de Aquiles, se hará pasar por un fiel más de su congregación con el fin de hacerle caer en la tentación y así poder desmoronar el mito que hubiera idealizado su hijo en torno a él.
Desde el primer instante se atisba el giro radical —y en ocasiones injustificado— por el que pasa el protagonista
Aunque solvente y divertida por momentos —especialmente en el primer tercio—, la película, escrita y dirigida por Edoardo Maria Falcone, peca de la falta de sutileza en el planteamiento de su premisa; la brocha gorda en el perfil de sus personajes, y la previsibilidad en todo su desarrollo.
No hace falta decirle al espectador cómo termina la historia pues desde el primer instante se atisba el giro radical —y en ocasiones injustificado— por el que pasa el protagonista después de conocer más de cerca al cura que ha obnubilado a su hijo. El humor «all’italiana» de la primera parte da paso a un sentimentalismo sonrojante escrito y filmado con toda la intención. No obstante, la ligereza de la historia y una buena interpretación por parte del protagonista la convierten en una película merecedora de una oportunidad.