Silo se ha presentado como una de las propuestas más potentes del curso pasado en Apple TV. Con una cuidada —y contenida— estética, la historia adapta la novela de ciencia ficción de Hugh Howey con un reparto más que solvente y una narrativa que tiene en el misterio su principal puntal.



Un pasado olvidado y un futuro distópico
A través de las pantallas se puede ver el exterior. Esta es, quizá, la mayor tortura de los habitantes del Silo. También su mayor esperanza. Por algún motivo desconocido, diez mil personas conviven en un agujero de kilómetros de profundidad. Nadie sabe quién construyó el Silo ni por qué llevan allí cientos de años. Una revolución del pasado decretó toda la información proscrita y condenó al olvido todo lo que se supiera de la vida anterior. Todo se recicla, y esconder alguna reliquia del pasado está duramente penado.
Existen un departamento judicial que se encarga de mantener el orden en base a un estricto código. El control de natalidad es obligatorio, así como la función social de cada miembro de la estratificada sociedad que vive dentro de la macroestructura. Como una colmena, cada uno debe cumplir su función, desde el shérif hasta la última de las mecánicas que mantiene en funcionamiento las turbinas de ventilación del complejo.
Eso sí, nadie está obligado a permanecer en el Silo. Una de las normas del código dicta que en el momento en que alguien proclame que quiere salir, se le debe permitir hacerlo. Es más, cuando alguien lo hace se le provee de útiles de limpieza para que, como acto de despedida, limpie la lente de las cámaras de la suciedad exterior, de forma que todos los habitantes puedan seguir viendo el paisaje a través de las pantallas. No obstante, lo único que se ve es la muerte irrevocable de todo el que sale, probablemente debida a la exposición al invierno nuclear. Por eso, a todos sorprende que sea el propio shérif el que pide salir en el primer episodio de la serie.
Hormiguero brutalista
Los aires soviéticos se perciben en todo el entramado comunal, y el diseño artístico contribuye a ello. El Silo es una mole brutalista de hormigón que apenas deja espacio para sus habitantes. La construcción visual del entorno contribuye a la sensación de claustrofobia que se pretende imprimir al espectador: pasillos estrechos y oscuros, de paredes grises y apretadas; viviendas redondas con techos bajos y muros agrietados, casi como celdas de castigo en una prisión panóptica; una estructura cíclica construida en torno a una inmensa escalera de caracol central, único eje que articula el lugar y que impone dos dinámicas perversas: la espiralidad del eterno retorno y la estratificación de los de arriba y los de abajo; los que gobiernan y los que reciben la basura que éstos arrojan.



De ahí lo llamativo de las decisiones del shérif que sirven de detonante de toda la trama: como última voluntad, lega su cargo a una ingeniera que trabaja en la última planta, la más profunda, la más alejada de la superficie. Y ella, contra todo pronóstico, acepta el encargo, enfrentándose así al temible poder judicial y al resto de poderes fácticos de la macroestructura que no la quieren ni ver. En realidad, ella tiene una motivación personal: su pareja, un amor no permitido en la sociedad perfecta del Silo, ha muerto en extrañas circunstancias.
Asesinato en la escalera de caracol
Se trata, en suma, de un thriller. Más allá de la lógica orwelliana de la propuesta, lo que estructura la primera temporada es la investigación que lleva a cabo la protagonista —una soberbia Rebecca Ferguson— para esclarecer la muerte de un informático con quien mantenía una relación secreta y que, de pronto, apareció una mañana en el fondo del lugar en unas circunstancias que todos consideraron suicidio. Todos menos ella y, tal vez, el shérif que debería haberlo investigado.



La relación que ella mantenía con él resultaba a todas luces improcedente. No solo no había sido autorizada, sino que además desarrollaban sus encuentros en lugares recónditos incluso para los gobernantes del Silo. Pues el informático, además de esconder reliquias prohibidas, estaba tan obsesionado con conocer la verdad del Silo, que incluso había encontrado, en las profundidades, cavidades desconocidas. En su exploración arqueológica había dado con maquinaria abandonada por los fundadores, y estaba convencido de que hallaría una puerta trasera. Y tal vez fuera su curiosidad lo que lo había puesto a tiro del temible poder judicial. Eso, y su otra relación clandestina con la esposa del shérif, que estaba convencida de que todo era un engaño y había pedido salir para demostrarlo.
La verdad está ahí fuera
En una grabación encriptada, en un disco duro perdido y convertido en reliquia, se ve una bandada de patos volando por un cielo azul y luminoso. ¿Y si todo fuera una mentira? ¿Y si esa sociedad vertical estratificada, eugenésica y opresora estuviera sostenida sobre premisas falsas? ¿Podemos confiar en lo que nos muestran las pantallas? La esposa del shérif, al descubrir que los médicos del Silo habían manipulado su cuerpo para que no pudiera concebir, comenzó a indagar una realidad que algunos disidentes creían en secreto. El informático, de alguna forma, le desveló algo de todo lo que había descubierto. Y por ello, convencida, decidió salir a descubrirlo por sí misma. Su marido fue detrás, no sabemos si convencido también o víctima de la depresión por su pérdida.



Y ahora, la ingeniera convertida en shérif, tiene que descubrir la verdad si quiere esclarecer el crimen de su amado; tiene que romper los límites de la caverna platónica donde todos viven, aunque ello implique atentar contra los fundamentos mismos de la sociedad.
En definitiva, se trata de una temporada con una trama intrincada que se desglosa de forma paulatina, pero que sabe mantener el interés durante todo su desarrollo; con unas interpretaciones bien medidas y sorpresivas, que ahondan en las motivaciones emocionales de los personajes; y con un diseño de producción comedido y bien pensado que logra sumergir al espectador en las oscuras y claustrofóbicas galerías del inframundo.