


Han Solo siempre fue un personaje instrumental. Ya desde el instante de su primera aparición, allí medio perdido en una taberna del planeta Tatooine en la primera película rodada de la saga Star Wars quedaba clara su misión: sencillamente estaba allí de acompañante; de comparsa aventurera del verdadero protagonista de la historia. Solo, patrón del legendario Halcón Milenario, no tenía más función que llevar al joven Luke en dirección a un planeta recóndito sin hacer demasiadas preguntas y a cambio de un buen botín, aunque finalmente terminase salvándole el pellejo a su cliente. Las siguientes películas no hicieron sino reforzar esta trayectoria, bien convirtiéndolo en un marmolillo decorativo al que rescatar, o bien haciendo de él el interés romántico de la coprotagonista de la saga.
Tan instrumental era el personaje, que John Williams ni siquiera se molestó en componerle ni una pieza, ni un arreglo, nada. Han Solo no tuvo nunca partitura igual que tampoco tuvo nunca trasfondo. Un contrabandista sin más, con sus deudas y sus problemas de contrabandista; un personaje deliberadamente ambiguo que, en el fondo, era sencillamente un cacho de pan. Por no tener, no tenía siquiera aspiraciones ni sueños y, si los tenía, en su cinismo tampoco es que importasen demasiado.
Si todos queríamos ser Luke, todos queríamos un Solo a nuestro lado. Y ahí está el problema.
Sin embargo, había una cosa que sí tenía Han Solo, y que probablemente estuviera por encima de todas las demás. Tenía carisma. Harrison Ford, en su parquedad, logró hacer del personaje un tipo simpático; un tipo con entidad, presencia y la arrogancia de quien se cree de vuelta de todo; un tipo, en definitiva, que no necesitaba las tribulaciones de Luke y su genealogía midicloriana para que quisiéramos lanzarnos con él al hiperespacio o a donde fuera. Si todos queríamos ser Luke, todos queríamos un Solo a nuestro lado. Y ahí está el problema.
El último spin off surgido del afán de Disney por amortizar su inversión nos ha traído una precuela de todo lo que Solo podría significar. La película, dirigida por Ron Howard, se adentra en la juventud del héroe y le dota de motivación, de amoríos, de principios y de trasfondo. Incluso le dota, por fin, de banda sonora. Le ha dado una aventura propia sin sables láser ni caballeros Jedi cuya peripecia es por completo disfrutable. En efecto, el film le ha concedido al personaje todo aquello de lo que carecía, pero ha cometido el pecado imperdonable de arrebatarle el carisma que le hacía único.
Más allá de la peripecia, las persecuciones y los disparos, el personaje queda condenado a una estampa, a una pose, a una chaqueta de cuero. Todos los secundarios le eclipsan, incluida la androide —especialmente la androide—, y la verdad es que, para esto, mejor volver al original.