Resulta imposible no comparar la última película del chileno Pablo Larraín, Spencer, con su anterior trabajo Jackie (2016), pues ambas películas parecen recortadas con el mismo patrón. Si en la más reciente realiza un retrato íntimo de Diana de Gales, en la anterior lo hacía de la viuda de Kennedy; si en esta última película aborda el fatídico fin de semana que supuso la ruptura definitiva de la princesa con el mundo de Buckingham, la obra anterior reflejaba los días que sucedieron al magnicidio presidencial en Dallas; si la anterior mostraba el mundo interno de una mujer tratando de recuperar el timón en medio del huracán, en esta presenta el huracán interior de una mujer encerrada en medio de un orden castrense, opresivo e inflexible.



Dramática por definición, la película recoge a una Diana Spencer en pleno momento de crisis existencial. Encorsetada en las arcaicas tradiciones de una monarquía milenaria, consciente de que su matrimonio en aquellas alturas era cosa de tres, y sintiendo sobre su cabeza el peso de una corona cuya sombra cae sobre su hijo como una enfermedad hereditaria, la princesa aborda un fin de semana familiar en una cárcel de oro donde tiene prohibido incluso descorrer las cortinas.
La película tiene dos puntos fuertes que justifican con creces acudir a la sala. El primero de ellos es su protagonista. Cuando se filtró la elección de Kristen Stewart, cara visible de la denostada saga Crepúsculo, para encarnar a la Princesa de Gales muchos se llevaron las manos a la cabeza. Ahora la californiana logra sorprender con un marcado acento British y un esforzado trabajo de mimetismo que bien puede valerle la nominación al Óscar. Quizá, después de todo, la timidez reconocida de la actriz sea un nexo de unión con su referente.
El segundo punto fuerte de la propuesta de Larraín es la fotografía de Claire Mathon. Cuidada, preciosista, kubrickiana en algunos instantes… la construcción visual de la película es una obra de arte en sí misma capaz de mover al espectador del drama a la ternura —impresionante la escena de Diana jugando con sus hijos—, y de ahí al terror más genuino.
El punto flaco de la película lo aporta el guion, que resuena artificial tanto en su narración como en la construcción que hace del personaje. Los conflictos externos parecen exagerados, y los internos, también. La Diana que presenta Larraín es vulnerable, miedosa, insegura… Y el cuadro sería creíble de no conocer a la original: aquella mujer temperamental y valiente que no dudó en echarle un pulso a la institución más poderosa del Reino Unido, y que perdió la vida demasiado pronto en un paso subterráneo de París.