Tratar de resumir la trama de Spider-Man: cruzando el multiverso es tarea imposible. De entrada, porque implica elaborar un conjunto de normas férreas de quebradiza consistencia; implica, además, estructurar y reestructurar una premisa cambiante y esquiva con una serie de personajes trasmutables y etéreos; por si fuera poco, habría también que desglosar un sinfín de procedencias, trasfondos y peculiaridades que apenas dan para comprender un ápice de lo que se cuenta en la historia.



No obstante, si quisiéramos acertar con la descripción del argumento, tal vez podríamos decir que, simplemente, es el “chico conoce chica” de siempre; que es el desglose de los problemas paternofiliales de siempre, y que es, una vez más, la aventura del héroe que tiene que elegir entre salvar al universo o salvar a aquellos a quienes ama. Como siempre.
Porque, quizá, la película de animación del arácnido no haya sido imaginada para ser comprendida, ni para ser pensada. Tan solo para que se pueda uno abandonar al caótico desenfreno de sus imágenes y dejarse llevar por el cuento, la música y los colores. Porque a nada que se piense un poco, la concepción de todo el entramado se desmorona como un castillo de naipes interdimensional.
Todo es mudable y nada es estricto. Ni siquiera el “canon” al que aluden a menudo en la propia historia, en una muestra más de metanarración. Spiderman puede ser cualquiera y, a la vez, solo puede serlo uno. O una. Pues nada está realmente establecido en esta paradoja inconmensurable; en este galimatías cuántico.
A Spider-Man hay que ir dispuesto a dejarse marear por su propuesta lisérgica y agotadora. La animación juega a rebosar la pupila del espectador con un huracán de estímulos especialmente pensados para que no se vea nada del todo bien pero sea todo especialmente bello. Porque, sin duda, es una película hermosa, aunque los fondos se vean todos como una obra en tresdé sin las gafas; aunque el ritmo le resulte a uno atronador, o aunque no se entienda un pimiento de absolutamente nada.
Tan solo, si acaso, las tramas interiores. El niño/la niña que no quiere seguir siéndolo; los padres que sienten que se aproxima la pérdida; el amor adolescente visceral y apasionado. Las cosas reales, al fin y al cabo. Pues entre tanta pirotecnia visual la película esconde verdades con fundamento. Y ahí lo realmente interesante del asunto: bajo la explosión y la estridencia, bajo el torbellino de colores, está la historia de todos nosotros. Y por eso hay que ir a verla.