


Salvando algunas excepciones, las películas de periodistas terminan bien. Son entretenidas, en su mayoría, pues suelen hacer hincapié en el trabajo de campo, en las llamadas, en las visitas a testigos protegidos y en esas negociaciones off the record en la barra de un bar de madrugada. Tienen cierto encanto, aunque no deje de ser un encanto «peliculero».
Spotlight trata la investigación llevada a comienzos de la primera década del siglo XXI por el departamento de investigación del Boston Globe, llamado Spotlight, acerca de los abusos sexuales a menores perpetrados por miembros de la Iglesia Católica durante años con la connivencia de los altos cargos eclesiásticos. Bajo las órdenes de un nuevo redactor jefe, este departamento recibe el encargo de investigar lo que de otro modo no habría investigado nunca —de hecho, lo había pasado por alto en múltiples ocasiones—, generando así una serie de reportajes que, ya en el mundo real, fueron merecedores del premio Pulitzer.
Con una puesta en escena somera y una fotografía discreta siempre al servicio de la narración, el gran logro del filme, además de saber mantener la tensión a lo largo de las dos horas de metraje, es su capacidad para sugerir sin mostrar el mundo íntimo de los personajes. Sin ningún tipo de recreación melodramática, basta un gesto, una mirada cómplice, una cerveza compartida para entender que los periodistas al pie de la noticia están sacrificando sus propias vidas y las de sus familias en pos de la verdad.
No se amilana a la hora de arrojar al rostro del periodismo actual su principal pecado: la desidia
Si se le puede poner un pero, este es sin duda el de la facilidad. No sólo todos los miembros del equipo son tenaces y rigurosos hasta rozar casi lo mecánico, con una deontología a prueba de bombas y una entrega estanajovista por su trabajo; la película peca de ponerles el camino demasiado fácil. Cuando uno entra en la sala ya sabe que el filme va a terminar bien; que van a conseguir los documentos que necesitan para probar la culpabilidad de los sacerdotes y que van a lograr, de alguna forma, sacar en portada los pecados del cardenal. No obstante, sorprende la sencillez con que se logra todo, especialmente cuando descubren que la pieza clave del asunto la tienen ellos mismos en la estantería —y que, de hecho, ya la han publicado en múltiples ocasiones sin que nadie le prestara mayor atención ni decidiera hurgar más en la noticia—. Ni por un instante se plantean problemas de difícil solución ni percances que den al traste con lo ya avanzado en la investigación periodística y, claro, esto resta bastante interés dramático a la obra.
Sin embargo, a pesar de ello, se trata de un filme que recupera todo lo bueno de los thrillers de investigación del pasado —quiere recordar un poco a Todos los hombres del presidente (Alan J. Pakula, 1976)— y que además no se amilana a la hora de arrojar al rostro del periodismo actual su principal pecado: la desidia.