—Spoiler Alert—
Este post está dedicado a Bárbara Holland y a todos los personajes que, como ella, nacieron condenados a ser un mero giro de guión. Si fuera cierta la norma de que los protagonistas de las historias son los personajes que tienen los conflictos más potentes, la pobre Bárbara de entrada tendría todas las papeletas para serlo de Stranger Things. Es retraída, poco popular en el colegio, apenas tiene amigos, y la única que realmente puede considerarla tal sencillamente la utiliza siempre que puede como parapeto de cara a sus padres para poder escaparse con su noviete del tupé. Además, Bárbara es devorada por un monstruo de dos metros y medio en una dimensión paralela.
Pero Bárbara no es protagonista de Stranger Things. Ni siquiera podría llamarse secundaria. Aparece en el primer capítulo y desaparece en el segundo. Nadie se preocupa demasiado por ella, ni siquiera sus padres. Incluso los amigotes con quienes estaba de fiesta el día que se le pierde el rastro prefieren no denunciar su desaparición con tal de que sus padres no descubran que han estado bebiendo cerveza. A la única a la que mosquea su supuesta «fuga» es a la popular Nancy, que emprende su búsqueda azuzada más por el sentimiento de culpa que por la amistad verdadera. Bueno, la busca Nancy y el muchacho raro, hermano del desaparecido, que el azar guionístico ha querido que sea —con su cámara— el único testigo del rapto de la muchacha. En efecto, Bárbara, con su desaparición, ha posibilitado la relación entre Nancy y el rarito, ocasionando así el triángulo con el noviete del tupé.



Porque Bárbara nació en la mente de los creadores como un recurso para provocar la confluencia entre los secundarios; como un eslabón en el engranaje de las subtramas; como un medio, no como un fin. Nadie la busca, a nadie le preocupa. Porque es Bárbara, y Bárbara no cuenta ni siquiera para eso. No hay batidas por ella; no ha voluntarios por el bosque para encontrarla. Ya estamos distraídos buscando al pobre Will, que es un muchacho con amigos y futuro. ¿Para qué vamos a incidir en la historia de la desesperación de la madre de Bárbara si ya tenemos las exageraciones de Wynona? Es Bárbara… ¿a quién le importa?
Si de verdad fuera cierta la norma, como digo, de que los protagonistas de las historias son aquellos que tienen los conflictos más potentes, quizá el siguiente puesto en el escalafón debería ocuparlo la simpar Eleven. Conflictos potentes no le faltan a la chavala. Víctima de científicos desde su nacimiento, la jovencita tiene una visión alterada del mundo. Según se nos va contando entre flashback y flashback, no ha conocido otra cosa que una celda de aislamiento y los experimentos que llevan toda su vida realizando con ella y sus poderes extrasensoriales. Ahora ha escapado, está sola en el mundo, y la persiguen por igual los monstruos del más allá y los agentes federales del más acá. Desconoce que, en algún lugar, en otro pueblo no muy lejano, su catatónica madre la sigue esperando con su habitación preparada desde que nació.
Eleven no tiene más trascendencia que la de servir de resorte narrativo
Pero no llegará a conocerla, porque su trama, igualmente, es meramente instrumental. Pese al interés del personaje y el atractivo de su presentación, Eleven no tiene más trascendencia que la de servir de resorte narrativo. Si Bárbara es el puntal para la trama de Nancy, Eleven lo es de la trama de Mike y sus amigos. Ella sólo está, sólo se justifica en el relato para que ellos aprendan las lecciones importantes del tipo «los amigos no mienten»; sólo está para que ellos logren madurar y para sacarles de los apuros remedando lo que hacía el entrañable extraterrestre del clásico de Spielberg E.T., con la diferencia de que al menos E.T. sí tenía un objetivo muy claro como personaje —volver a su casa—.
Eleven no sabe quién es ni sabe qué quiere. Sólo sabe, o descubre, que le gusta tener amigos y que ella —eso cree— es la causante final de todos los males al haber traído al monstruo a esta dimensión. Tal vez por eso opte por inmolarse en el clímax del último capítulo, dejando clara constancia de que su rol en la historia había terminado y que, por consiguiente, su personaje también tiene que desaparecer, como Yoda, con quien tantas veces se la compara. Will vuelve a su casa con su madre medio enloquecida. Eleven no —Wynona, que la ha conocido y supuestamente empatiza con ella, no hace ni el amago de «arrejuntarlas»—. Pero es que es Eleven… ¿A quién le importa?



Claro, si a esto añadimos que las otras dos únicas mujeres protagonistas de la serie —Nancy y Wynona— terminan ambas siendo rescatadas por varios hombres, la representación femenina queda un poco de aquella manera en general, pero ese es otro tema en el que no entraré ahora.
Casettes y cintas de vídeo
Vivimos una época de nostalgialitis que no sé si tiene precedente en algún momento de la historia. Probablemente sí lo tenga, pues al fin y al cabo Spielberg, Lucas y compañía ya en su día se explayaron a placer «inspirándose» en las historietas de aventureros, las series de ciencia ficción y las películas de Kurosawa de su infancia. No obstante, el nivel de dejavú está alcanzando cotas de escándalo. Sólo este año hemos tenido un Star Wars, un Jurassic Park, dos Batmans, un Superman, un Independence Day, un Buscando a Dory, un Cazafantasmas, otra entrega de la saga Bourne… y ya está anunciado otro Batman, otro Harry Potter y hasta un remake de La Bella y la Bestia —con Emma Watson—.
En este sentido, no me parece mal que Netflix se apoye en toda la información que maneja de su millonario haber de clientes y que diseñe un producto bien pertrechado con toda la carga de intertextualidad emocional ochentera posible. En Stranger Things tenemos, además de la citada E.T. (1982) —gracias, Vulture— los «chupadores de cara» de Alien (1979), los estados de conciencia de Viaje alucinante al fondo de la mente (1980), los inquietantes descubrimientos del fotógrafo de Blow-Up (Deseo de una mañana de verano) (1966), la telequinesis de instituto de Carrie (1976), los experimentos de Drew Barrymore en Ojos de fuego (1986), las fuerzas dimensionales de La Niebla (1980), la explicación de los agujeros de gusano de Horizonte Final (1997), la pandilla de nerds de Los Goonies (1985), los adolescentes trepaventanas de Pesadilla en Elm Street (1984), la trama principal de Poltergeist (1982), el bicharraco de Depredador (1987), la amistad de Cuenta conmigo (1986), las paredes flexibles de Videodrome (1983), o el gusano vomitado sobre el lavabo de Vinieron de dentro de… (1975). Claro, mi problema es que también tiene «préstamos» menos nostálgicos, como el trasfondo de Minority Report (2002), el recuerdo de Insidious (2010), o el plagio descarado de las escenas más perturbadoras de Under the skin (2013).
Tanta nostalgia y tanto homenaje ha terminado minando la sorpresa y frescura que tenían las originales
En más de una ocasión el cocinero Ferran Adriá ha contado que su ascenso en el mundo culinario vino precedido de un encuentro con el chef Jacques Maximin en 1987, en Cannes. Allí, alguien le preguntó al francés «qué es crear», y éste respondió fulminando el cerebro de Adriá con una epifanía en forma de sentencia: «crear es no copiar». La realidad, no obstante, resulta más compleja. Soy partidario de la teoría de que somos el resultado de todo lo que hemos visto y leído, y los guionistas también. Por ello resulta inevitable que nos dediquemos a replicar de una o de otra manera elementos y detalles de todo lo que ha ido forjando nuestro acervo cultural. Ahora bien, una cosa es pergeñar una historia en la que quepa con tino el homenaje a tantas y tantas obras, y otra bien distinta es apropiarse tan flagrantemente de recursos estéticos y narrativos prácticamente coetáneos. Llamadme loco, pero soy de los que piensan que cuando se fusila una escena de una película de hace treinta años vista por millones y millones de personas se está haciendo un «homenaje», mientras que fusilar una escena de una cinta estrenada hace poco y vista en círculos minoritarios es… otra cosa.
Con todo, lo que realmente me ha resultado más decepcionante de la historia es la predictibilidad del asunto. De alguna forma me ha parecido que tanta nostalgia y tanto homenaje ha terminado minando la sorpresa y frescura que sí tenían las historias de adolescentes originales. Ya sabía cómo acababa la persecución a los chavales en bicicleta; ya sabía qué iba a suceder desde el momento en que el rarito hacía las fotos escondido entre la maleza. Ya lo había visto; ya me lo esperaba. Y, quieras que no, dejando de lado la nostalgia babosa de los fans el asunto tenía el regusto de algo ya probado.
Y con eso está el tema de la artifiosidad. E.T. cuenta la historia de un niño alienígena que se dejaban olvidado en otro planeta donde conoce a un niño terrícola que se hace su amigo. Ambos comparten protagonismo porque ambos comparten, en cierta forma, el mismo conflicto: la pérdida del hogar, el sentimiento de «abandono» —el padre del niño terrícola ha dejado a su madre y a sus dos hermanos por una novia más joven, con la que se ha ido a México—. Esta línea argumental, además de sostenerse sobre una emoción universal, nace de la más profunda realidad: Spielberg bosquejó la idea en su adolescencia, cuando experimentó en primera persona el divorcio de sus padres. E.T. tiene potencia dramática, entre otras cosas, porque nace del trauma de la realidad, bebe de la realidad y retrata, con un relato de ciencia ficción, emociones radicalmente genuinas.
Lo mejor, en mi opinión, ha resultado la valentía del final.
Stranger Things copia el comienzo de E.T., con su prólogo sobrenatural seguido de una escena de adolescentes jugando a Dragones y Mazmorras; copia parte de su desarrollo y parte de su premisa, y hasta copia de forma evidente momentos icónicos —como la citada persecución en bicicletas—. Y ahí está el problema: mientras que el referente de E.T. era la experiencia real, el referente de Stranger Things es… E.T.; las emociones detrás del relato no son las de un adolescente de Ohio que sufre la separación de sus padres, sino la de dos mellizos de treinta años de Carolina del Norte que recibieron una videocámara como regalo de Comunión y que han crecido devorando los VHS de los noventa. Es la parafernalia; es el continente…, pero falta el fondo, el contenido. Es, en definitiva, una copia.
Un balance positivo
Sin embargo, a pesar de todo lo dicho, he disfrutado Stranger Things. La hilazón de la historia ha sabido entretejer con acierto todos sus «préstamos», lo cual no se antoja cosa sencilla. Han sabido llevarme capítulo tras capítulo manteniendo el suspense, la intriga y sin transgredir las normas del propio relato que han planteado —cosa que, en la era de la televisión post Lindelof, parece que se ha convertido en algo que celebrar—. Incluso han tenido la visión de colocar al tótem ochentero de Wynona en un papel lo suficientemente loco y exagerado para que no desentone su forma tan particular de actuar.
Lo mejor, en mi opinión, ha resultado la valentía del final. El anticlimático resultado de la temporada se me antoja arriesgado, atrevido y, esto sí, sorprendente para una serie que parecía ya perfilada en la mente del espectador. El triunfo del pesimismo en una producción ochentera es, quizá, el giro postmoderno que necesita para terminar de aterrizar en una producción de Netflix de mediados de la segunda década del siglo XXI. Todos pierden, al final: Will regresa, pero no es el mismo; el sheriff ha faltado a sus valores; Nancy se ha quedado con el novio malo —perpetuando la maldición familiar— y Eleven, la estrella de la ficción, se ha desintegrado para quién sabe si tal vez volver. Muchos ya están pidiendo que no tenga continuación, que se quede en una sola temporada. Una temporada que termina con una bofetada de realidad tan decepcionante como genial. En su síntesis, al final la obra resume la catarsis del espectador en un notable ejercicio de dégonflé: ¿y tanto para esto?



En mi opinión, tanto como si tiene continuación como si no la tiene, resulta una hermosa manera de insistir en que lo importante ha sido, realmente, el viaje. Siendo sinceros, lo que nos ha atraído del cuento ha sido más el paseo nostálgico que la resolución final. Tengo un amigo que guarda en su garaje una máquina de videojuegos arcade, como las que había en aquellos salones recreativos de antaño. De vez en cuando juega con ella como se hacía en la época, sustituyendo tan solo los veinte duros por otro sistema de arranque. No le mueve el afán por superar pantallas ni el interés de superar la épica de un videojuego en 2D de sucesión horizontal —para eso ya tiene la PS4 en el salón—. Lo que le motiva es la sensación de pulsar de nuevo aquellos botones redondos; de sentirse otra vez un niño sin más montura que una bicicleta y sin más problemas que una colección de cromos; de volver atrás en el tiempo aunque sólo sea un instante y aunque, al final, la partida termine con el clásico y también anticlimático cartel de Game Over.